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Segunda Parte

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Mensaje por Melita Dom Mayo 06, 2012 11:55 am

Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatalidad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado; contemplando el sol como la obra mas hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente me siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para impedirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.

Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos frailes... temo que me devuelven a su odioso convento.

—¡Ah! —le digo a uno de mis guías—, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me lleváis?
¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?

—Cálmate, hija mía —me dice el hombre—, y no te asustes por las precauciones que nos vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Graves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.

—¡Ay, señores! —contesté—, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡,por qué teméis que pueda escapar?

—Tiene razón —dice uno de los guías—, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las manos.

Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas, me dice uno de los guías.

—¿A solas?

—Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.

—Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?

—Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha vuelto loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere servirla. Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para ejercer este funesto empleo.

—¡Cómo! ¡,Estaré cautiva al lado de esa dama?

—A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien... tranquilízate, perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.

—¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!

—Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.

Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era un soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes tan indecentemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con tanta elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por muchachas; un examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al principio creí que estaban enfermos.

—Aquí tenéis a una joven, monseñor —dijo mi guía—. Nos parece que os conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os contentará.

—Está bien —dijo el conde, sin mirarme apenas—. Al retirarte, cierra la puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.

Después el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me observa, yo puedo describíroslo: la singularidad del retrato merece por un instante vuestras miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía inspira más miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.

Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente de todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había recibido de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con dureza:

—¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.

—Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.

—Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho cuando no es nada, o está en la

miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien. Sin embargo —prosiguió con dureza aquel hombre—, sólo de ti depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en situación de prescindir de servir.

Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.

—Dos veces, señor —le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.

Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chupándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud se despertaron en mi corazón.

—Tengo que saber cómo estás hecha —prosiguió el conde, mirándome con un aire que me hizo temblar
—. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.

Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la mojigata con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las mujeres.

—Lo que me has contado —me dijo— no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.

Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan desmadejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco las risas de los dos Ganímedes.

—Amigo mío —le decía el más joven al otro—, ¡no está mal una joven!... ¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!

—¡Oh! —decía el otro—, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.

Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde, íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente, lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir. A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos, tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno de los jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro, en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno lo que salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de languidez en que los había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.

El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger mis ropas.

—Ven, voy a mostrarte de qué se trata.

No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me habían ofrecido. Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se levantaron cuando entramos.

Narcisse —le dijo el conde a uno de ellos—, ésta es la nueva camarera de la condesa. Tengo que probarla, dame mis lancetas. Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se limitó a reírse.

—Colócala, Zéphire —dijo el señor de Gernande al otro joven.

Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo, señorita, eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.

Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos atados por dos cintas colgadas del techo.

Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano. Apenas respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse: Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis brazos. No tardé en debilitarme.

—¡Señor, señor! —exclamé—, tened piedad de mí, me mareo...

Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final de la operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas, durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil, pero por lo demás bastante bien; llegué.

—Thérèse —me dijo el conde, haciéndome sentar—, repetiré muy pocas veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres; pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás un día en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por la mujer a cuyo lado voy a colocarte.

»Esta mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más funesto que pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza, por desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre... cuando mana me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene veinte años) y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va manteniendo bastante bien. Con una sujeción semejante, ya puedes darte cuenta de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar por loca, y su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es tan agradable cambiarlas!

»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácilmente que esta vida le disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a dos de sus camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el tiempo suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida de las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No habiéndote quitado a nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy más capacitado para castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que obedecerme, Thérèse... Pasemos a ver a mi mujer.

Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a las dos viejas que me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en un soberbio aposento donde encontramos a la desdichada condesa bordando en un bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su marido.

—Sentaos —le dijo el conde—, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al fin, una camarera que os he encontrado, señora —prosiguió—. Confío en que os acordaréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no intentaréis sumir a ésta en las mismas desdichas.

—Eso sería inútil —dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada, y queriendo disimular mis intenciones—; sí, señora, me atrevo a asegurarlo delante de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré mi vida por serviros.

—No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita —dijo la pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así—; estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.

—Serán enteramente para vos, señora —contesté—, pero nada más.

Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:

—Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.

Después el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la condesa, y me hizo observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por unas puertas excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no dejaba ninguna esperanza de evasión.

—Aquí hay una terraza —prosiguió el señor de Gernande, acompañándome a un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento—, pero no creo que su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós. Regresé al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos examinamos sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder describirla.

La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el más bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez, consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos, la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida, pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor, que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor... de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan carnosas, tan abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin embargo, sobre todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero, lo repito, nada alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha dejado algunas manchas. A tantos dones, la señora de Gemande sumaba un carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una sensibilidad!... Instruida, con talento... un arte innato para la seducción, a la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más cosas inspiraba, más encendía su ferocidad, y que la abundancia de dones que había recibido de la naturaleza sólo servía de motivos suplementarios para las crueldades de aquel malvado.

—¿Qué día fuisteis sangrada, señora? —le dije, a fin de mostrarle que estaba al corriente de todo.

—Hace tres días —me dijo—, y me toca mañana...

—A continuación, con un suspiro—: Sí, mañana... señorita, mañana... seréis testigo de esa bonita escena.

—¿Y la señora no se debilita?

—¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es absolutamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me han negado tan cruelmente en la Tierra.

Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje, disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.

Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme de que la hiciera pasar a su

gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.

—A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita —me dijo.

—Sí, señora —contesté—, y sé que la voluntad del señor conde es que no os falte nada.

—¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven poco.

La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices.

—¡Ah!, no acaba ahí —me dijo—, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre.

Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas protestas suaves, y nos acostamos.

El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.

Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de champagne en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.

Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de Gernande me dijo:

—Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como contigo. Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente: estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las sangrías.

La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se arrodilló así que el conde entró. —
¿Estáis preparada? —le preguntó su esposo.

—A todo, señor —contestó humildemente—: sabéis perfectamente que soy vuestra víctima, y que no

tenéis más que mandar.

Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.

Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y en todos los sexos.

—Abrase pues, señora —le dijo brutalmente el conde...

Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba. Así que había producido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba a su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se relevaban a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo.

La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de rabia; mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustituidas por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla, y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.

Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba, la vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido: me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y al igual que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer sustituirlos.

—¡Esfuerzos superfluos! —exclama—... ¡No es eso lo que necesito!... ¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi estado... ya no aguanto más... ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!

La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.

Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra cosa, el alma de un auténtico libertino:
¿sólo está arrastrado por la fogosidad de sus pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por las infames voluptuosidades que las produjeron.

Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía. Aquella misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa, Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir aquella cena consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo; cuatro de sus miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente

todas las noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los más excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.

Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché para servir a mi ama.

Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:

—¿Es posible, señor —le dije—, que podáis tratar a una mujer de esta manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en las gracias conmovedoras de su sexo.

—¡Oh, Thérèse! —me contestó el conde—. Sé inteligente. ¿Cómo puedes utilizar como razones para calmarme las que precisamente más me excitan? Atiéndeme, querida muchacha —prosiguió haciéndome sentar a su lado—, sean cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no te acalores. Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.

»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse recíprocamente felices sólo puede existir legalmente entre dos seres igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo puede producirse si se establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los dos; pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos? ¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir en no utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz de hacérseme temible con las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es compatible con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se produce con la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración también la sienta respecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi superioridad, al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla, consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las relaciones de la esposa con el marido no tienen una consecuencia diferente que la del pollo conmigo; ambos son unos animales familiares que hay que utilizar, que hay que emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin diferenciarlos en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera la de que vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores tan graves de los que debían resultar indefectiblemente el alejamiento y la antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos ejemplos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las gigantescas proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades morales las que la compensarán de los defectos físicos? ¿Y qué ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: «Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre?». Si, por consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los haya creado para su felicidad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues, no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del más fuerte, y no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad en él, no tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta felicidad mutua, está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo trabajar en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe trabajar en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya que está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán, el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su dominación.

¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos que ella le daba? Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace, con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el procedimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos de esta fuerza recaen sobre una mujer, examinar entonces lo que es una mujer, la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.




Última edición por Meli el Miér Sep 19, 2012 12:53 am, editado 1 vez
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Mensaje por Melita Dom Mayo 06, 2012 11:56 am

»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la selva, podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los griegos, los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado, envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el instante necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital del mundo: "Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses". Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas palabras: "Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia: "¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las mujeres?". Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.

»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En África, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor.

»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los tiempos, los esposos sobre sus mujeres: cuanto más próximos están los pueblos a la naturaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las del esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un instante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y retornar más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este respeto.

»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.

»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las expulsa como animales salvajes, y es un honor matar muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos. Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me privaré de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a todos los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.

—¡Oh, señor! —le dije—, vuestra conversión es imposible.

—Por consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse —me contestó Gernande—: el árbol es demasiado viejo para ser doblegado; a mis años es posible dar unos cuantos pasos más en el camino del mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su civilización, sus virtudes y sus dioses, para sacrificarles jamás mis inclinaciones.

A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que utilizar la astucia y ponerme de acuerdo con ella.

Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de servirla, y como para que no adivinara lo que en un principio me había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno, abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su cantidad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas, significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera engañado por un instante, pero un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y resignándome en silencio a las voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los traidores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.

—¿Qué haces ahí, Thérèse? —me dice.

—¡Oh, señor, castigadme! —contesté—, soy culpable, y no tengo nada que decir.

Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena que le siga.

Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.

—Joven imprudente —me dijo entonces—, ya te había prevenido de que el crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate, pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme de la mesa, vendré a despedirte.

Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los cabellos, me arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.

—Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas —dijo al cerrar la puerta—, y si demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que sólo es para hacerlo más horrible.

Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que pasé; los tormentos de la imaginación unidos a los males físicos que las primeras crueldades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le amenaza.

Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el furor brillaba en sus ojos.

—Ya debes imaginarte —me dijo— el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quiero ver cuanto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios. Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.

—¡Señor!... ¡señor! —le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían—, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma.

Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.

Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el instante en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a éste y que no le abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siempre había pensado que me aguardaba la felicidad.

Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer una vez más en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de Saint—Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije,
«que lo sea, ya que así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»

No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El billete decía así:

«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la plaza de Bellecour,

arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán de lo que os debe».

El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era su amo, me dijo:

—Es el señor de Saint—Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.

No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores, recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las cuales se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¡,puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Aseguré, pues, al lacayo de Saint—Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el placer de ir a saludar a su amo, que lo felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haberme tratado a mí como a él. Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reconozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.

—He querido volverte a ver, hija mía —dijo, con el tono humillante de la superioridad—, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte, y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin eso.

Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo; Saint—Florent me impuso silencio. —Dejemos a un lado lo ocurrido —me dijo—, es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, ésa es mi ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil, disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú eras joven y bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que inflame mis sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia. Pero te robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito: necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thérèse, y no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus dobleces, que han desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo oscuro, podrían explicarte esta especie de extravío.

—¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor... ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra... ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?

—¡Pues sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte... (porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas ideas fuerzas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hubiera hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primicias... ya me iba, retrocedí, y te hice perder la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas la voluptuosidad puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen la despierta y determina, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo que no inflame y que no mejore...

—¡Oh, señor, qué horror!

—¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.

»Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse —continuó Saint—Florent ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.

»Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra su seno:* una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones.

Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión por los medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.

—¡Oh, señor! —dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus discursos—, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atreváis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.

—Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no cuenta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.

—¡Ah, señor! —le interrumpí acaloradamente—. ¿Puede haber alguno más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.

—¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un físico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?

—Con toda seguridad lo rechazo, señor —respondí levantándome—... Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamás sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.

—Vete —me dijo fríamente aquel hombre detestable—, y sobre todo que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.

Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.
—No, señor —contesté con firmeza, os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio. Y yo —dijo Saint—Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen:
pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.

—Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor —repliqué altivamente—: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para siempre.

Furioso, Saint—Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hubiera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente... Salí. En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez... «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»

Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví.

¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.

Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.

«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.

Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?»

Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aunque todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar, quién es el ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer que un alma encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que me hallo, exclama:

—¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me llamo Roland — prosigue el aventurero—, poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vuestra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que se ha entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para servirla; acabamos de perder a la que desempeñaba este empleo, os ofrezco su puesto.

Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.

—Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años —me dijo Roland— que tengo la costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me deben, y así es como me tratan.

Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me propuso continuar el viaje: —Gracias a vuestros cuidados, me siento algo mejor —me dijo Roland—; la noche se acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos mañana, podremos llegar a mi casa por la noche.

Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la posada, cruzamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era demasiado larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un precipio espantoso, en el que parecía a punto de desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la morada de personas virtuosas.

—Ahí está mi casa —me dijo Roland, así que creyó que el castillo había tropezado con mis miradas. Y
cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante, me contestó con brusquedad:

—Es lo que me conviene.

Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.

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Mensaje por Melita Dom Mayo 06, 2012 11:57 am

—¿Qué os pasa, Thérèse? —me dijo, mientras nos encaminábamos a su casa—. No os halláis fuera de
Francia; este castillo está en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.

—De acuerdo, señor —contesté—; pero ¿cómo se os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?

—Es que los que lo habitan no son personas muy honradas —dijo Roland—; es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.

—¡Ah, señor! —le dije temblando—. Me hacéis estremecer, ¿adónde me estáis llevando?

—Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe —me dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó inmediatamente después—. ¿Ves este pozo? —prosiguió así que hubimos entrado, mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda—; ahí tienes a tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que trabajarás diariamente diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres todos los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renuncia a ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te esperan, y sustituida por una nueva.

—¡Oh, Dios todopoderoso! —exclamé, arrojándome a los pies de Roland—. Dignaos recordar, señor, que os he salvado la vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro corazón?

—¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que imaginas haberme cautivado?
—dijo Roland—. Razona mejor, pobre criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué diablos pretendes que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el oro y en la opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo has actuado por y para ti: es trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que la civilización, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y unos seres débiles, con la intención de que éstos estuvieran siempre subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la fuerza física la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios de los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que cautivaba al débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás constó entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a otro, se convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos respecto al primero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejemplo, estos sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi fuerza, Les natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfrutado complaciéndome, o bien porque, siendo desafortunada, has imaginado que ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a igual, jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que experimenta no compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su semejante? ¿Necesita todavía más el que complace? Y si el complacimiento, humillando a quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que me encuentran las miradas del que me ha complacido? Así pues, la ingratitud, en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.

Después de estas palabras, a las que Roland no me dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos criados se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni siquiera se me permita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes que el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto a la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte vergajazos en el trasero.

—Así es como serás tratada, bribona —me dijo—, cuando faltes a tu deber. No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.

Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diversión a mi verdugo...

—¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona —dijo Roland—. Tus penas no han hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.

Me deja.

Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland. Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que existan hombres tan duros como para sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?

Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora, que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos? ¿Debo atreverme a más?

—Sí, Thérèse —dijo el señor de Corville—, sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.

—Bien, señor, voy a obedeceros —continuó Thérèse conmovida—, y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.

Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la naturaleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi antebrazo. A ese fisico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.

Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que me hacen estremecer.

—Quítate la ropa —me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la noche—... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.

Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera; pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades de aquel lúgubre lugar.

—Aquí es donde perecerás, Thérèse —me dijo Roland—, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.

Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. —Tal como es, puta —me dijo enfurecido—, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres: así que también tendré que perforarte.

Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:

—Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.

Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrescencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago.

—¡Vamos! —me dijo, levantándome por los cabellos—, ¡vamos! Prepárate; es seguro que voy a inmolarte...

—¡Ay, señor!

—No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes en él.

Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.

—Estarás muy bien ahí dentro —me dice—; diríase que está hecho a tu medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente tiene poder...

Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.

—¡Así que tu Dios no te ayuda! —proseguía blasfemando—. Permite sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven —me dijo a continuación—, ven, ramera, ya has rezado bastante —y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete—; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!

Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.

—Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse —me dijo Roland—; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme —añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado—, doblará también mis placeres.

Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.

—Así me gusta, Thérèse —me dice mi verdugo—. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.

—¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!

—Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse —me dijo el insigne libertino—, sólo de ti dependerá tu vida.

Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del taburete debajo de mis pies.

Ya lo ves, Thérèse —me dijo entonces—, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.

Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.

Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos, ignorando sus vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación, mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.

Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus primicias, y después de haberla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.

Fue ella quien me contó que Roland estaba en vísperas de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para Italia, porque jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no lo enviaba nunca: hacía llegar sus monedas falsas a un país diferente de aquel donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba dependía absolutamente de esta última negociación, en la que había comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas arriba el endeble edificio de su fortuna.

—¡Ay! —dije al enterarme de esos detalles—, por una vez la Providencia será justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos vengadas...

¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había adquirido!

Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir, siempre por separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos, nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo.

En invierno, nos daban un pantalón y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en torturarnos. Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud, nos repartió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones hasta las pantorrillas.

A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en que me tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones quedaron satisfechas, quise aprovechar el instante de calma para suplicarle que cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.

—¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? —me contestó Roland—. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso me prosterno a tus pies para pedirte unos favores por cuya concesión tú puedas implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que tenga que abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos de un recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que mi dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud. Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe algún reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.

—¡Oh, señor! —le dije—. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?

—Hasta la última fase —me contestó Roland—: no existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no excusen o legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de atracción que siempre redundaba en beneficio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi lujuria; cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de placer que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he encontrado cien veces, pensando en el crimen, entregándome a él, o acabando de cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las intenciones de la impudicia.

—¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.

—Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y cuanto más respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos atractivos a los placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso? Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es posible también que, separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fantasía de tantas personas honradas que roban sin necesitarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se saborean los mayores placeres en todo lo que sea criminal como que se conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la dosis de picante que le faltaba y que era indispensable para la perfección de la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero ¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo más simple y más natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo contigo tuviera que concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada, rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y convierto el más simple y más monótono de los goces en otro realmente delicioso. Sométete, pues, Thérèse, sométete; y, si alguna vez regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.

Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.

Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los insignes excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi habitación con Suzanne.

—Acompáñame, Thérèse —me dijo—, me parece que ya hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme las dos, pero no con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos... salimos.

Tan pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos nuestra sentencia y en con vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda seguridad una de las dos.

—Vamos —dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de él—, ocupaos cada una de

vosotras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.

—Es una injusticia —dijo Suzanne—; la que mejor os excite debe ser la que obtenga el perdón.

—En absoluto —dijo Roland—; así que quede demostrado quién es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser así.

—Es querer el mal por el mal, señor —le dije a Roland—. El complemento de vuestro éxtasis es lo único que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?

—Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.

Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.

—Todavía falta mucho, Thérèse —me dijo tocándome las nalgas— para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan lirios: ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.

No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme? Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.

—Estoy convencido —decía nuestro perseguidor— de que ni los látigos más terribles conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.

Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le excitábamos.

—¡Oh!, en lo que se refiere al pecho —dijo Roland— Suzanne te gana. Jamás tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fíjate lo dotada que está!

Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo, saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.

—Suzanne —dijo Roland—, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia —proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y arañándole los pezones.

En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas, satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de vejar y de maltratar durante todo ese rato.

—Es una buscona que me excita cruelmente —me dijo—; no sé lo que me gustaría hacerle.

—¡Oh, señor, tened piedad de ella! —le dije—. Es imposible que sus dolores sean más intensos.

—¡Oh, claro que sí! —dijo el malvado—. Se podría... ¡Ah!, si yo tuviera aquí al famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en el trono,* está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar a conseguirlo, gracias a los cuidados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flotar de ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles la muerte en el siguiente... Yo soy demasiado suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.

Théo, uno de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel; habían inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que ataban a las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de quien sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los gritos de las tristes víctimas; no estaba contenta si su marido no le ofrecía frecuentemente este espectáculo». (Hist. des Conj., tomo VII, página 43.) (N. del A.)

Roland se retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:

—¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes de nuestra unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie como a ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho tiempo quizá.

—Monstruo —le dijo mi compañera rechazándole horrorizada— aléjate; no sumes a los tormentos que me infringes la desesperación de oír tus horribles palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.

Roland la tomó, la acostó sobre el sofá, con los muslos muy abiertos, y el taller de la generación absolutamente a su alcance.

—Templo de mis antiguos placeres —exclamó el infame—, tú que me procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que te haga también mis adioses...

¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:

—Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos todo esto con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda.

Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode, el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete sobre el que se posan mis pies, pero armada con la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.

—Bien, bien —dijo Roland—, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas con la misma destreza.

Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, permitid que pase por alto los pormenores de esa espantosa escena... La desdichada ya no volvió.

—Salgamos, Thérèse —me dijo Roland—; sólo volverás aquí cuando sea tu turno.

—Cuando queráis, señor, cuando queráis —contesté—. Prefiero la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la vida a unas desdichadas como nosotras?...

Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin de sus males, la deseaban con urgencia.

Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales, yo en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas monedas cuyos fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a la virtud.

Así estaban las cosas cuando Roland vino a buscarme para bajar por tercera vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas que me había hecho la última vez que habíamos ido allí.

—Tranquilízate —me dijo—, no tienes nada que temer, se trata de algo que sólo me concierne a mí... una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y que no te hará correr ningún riesgo.

Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:

—Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto. Necesitaba una mujer muy honrada... Confieso que sólo te he encontrado a ti, a quien prefiero antes incluso que a mi hermana...

Llena de sorpresa, le ruego que se explique.

—Escúchame —me dice—; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores que haya recibido de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a otro. Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta hacer saborear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una cierta consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.

—¡Ah, señor! —le contesté—, qué proposición tan extravagante.

—No, Thérèse, te lo exijo —replicó desnudándose—, pero pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi confianza y de mi estima!

¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.

Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete..., obedezco. Creedme, señora, nada más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto recupere el sentido.

—¡Oh, Thérèse! —me dijo al volver a abrir los ojos—, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse —me dijo Roland atándome las manos a la espalda—, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.

No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por más que gima, ya no me escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos.
¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se excita.

Vamos, Thérèse —me dice—, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de allí.

—¡Bien! —me dice—, ¿has sentido miedo?

—¡Oh, señor!

—Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta acostumbrarte a ello.

Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!

Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la libertad y que le añada el mínimo dinero necesario para llevarme a Grenoble.

—¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.

—¡Bien, señor! —le dije regando sus rodillas con mis lágrimas—, os juro que jamás iré allí, y para que os convenzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posible que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que hay en el mundo que jamás volveré a importunaros.

—No te daré ni una ayuda ni un céntimo —me contestó duramente aquel insigne tunante—; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo, disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto tengo unos principios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas dispares, ésta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización aportara a sus leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido; es oponerse al de la naturaleza, es invertir el equilibrio que es la base de sus más sublimes acuerdos; es contribuir a una igualdad peligrosa para la sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a robar al rico, cuando a éste se le antoje rehusar su ayuda. Y ello a través de la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin trabajo.

—¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual manera si no hubierais sido siempre ricos?

—Es posible,Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta es la mía, y no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo fisico. ¿Un hombre devorado por los parásitos los dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros jardines la planta parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso, querer actuar de manera diferente?

—Pero la religión —exclamé—, señor, la beneficencia, la humanidad...

—Son los escollos de todo lo que aspira a la felicidad —dijo Roland—. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y humanas; sólo es sacrificando al débil siempre que lo encontraba en mi camino; sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al rico, he alcanzado el escarpado templo de la divinidad que incensaba. ¡,Por qué no me imitaste? El estrecho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas que reverencias, lo que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.

Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un monstruo que aborrecía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme. Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no dispusiera de tiempo para ir más lejos.

Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo el mundo en el castillo creía que la hermana de Roland se iría con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir al caballo, la lleva hacia nosotras.

—Ese es tu lugar, vil criatura —le dijo, ordenándole que se desnudara—. Quiero que mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda la mujer de la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un número determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas busconas.

Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:

—¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los malvados de la Tierra, es el que desata con mayor insolencia tanto la mano del cielo como la suya!

La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.

Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.

—Este no es trabajo para un sexo débil y delicado —nos dijo con bondad—; es cosa de animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que tenemos es bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas atrocidades gratuitas.

Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron ocupadas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual que yo, con buenas habitaciones y una excelente nutrición.

Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la misma. El desdichado Dalville era honesto en su profesión: y eso bastaba para que no tardaran en aplastarlo.

Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría, las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que nuestra gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta jinetes de la gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será, pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de creer que la felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, presentimientos humanos, qué engañosos sois!»

El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se toma ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya sabiduría y cuya beneficencia grabarán para siempre su célebre nombre en letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención que sus colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a conocer tu corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.

El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales de los monederos falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió más de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad; al fin mis presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis males cuando le agradó a la Providencia convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de ello.

Al salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del puente del Isère, al lado de los arrabales, donde me habían asegurado que viviría honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del señor S***, era permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad, o regresar a Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de recomendación que el señor S*** tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada comía en lo que se llama la mesa redonda, cuando al segundo día descubrí que era extremadamente observada por una gruesa señora muy bien vestida, que se hacía dar el título de baronesa: a fuerza de examinarla a mi vez, creí reconocerla y nos dirigimos simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han conocido, pero que no pueden recordar dónde.

Al fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:

—Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que salvé hace diez años de la Conciergerie, y no reconocéis a la
Dubois?

Poco contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con cortesía, pues estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que existió en Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de amabilidades, me dijo que se había interesado por mi suerte como toda la ciudad, pero que si hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido ningún tipo de gestiones que no hubiera hecho ante los magistrados, varios de los cuales, según pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me dejé llevar a la habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.

—Querida amiga —me dijo, abrazándome una vez más—, si he deseado verte con mayor intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y que cuanto tengo está a tu servicio; mira —me dijo, abriéndome unos joyeros llenos de oro y de diamantes—, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera incensado la virtud como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.

—Oh, señora —le dije—, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la Providencia, que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo tiempo.

—Estás en un error —me dijo la Dubois—, no te creas que la Providencia favorece siempre la virtud; que un breve instante de prosperidad no te ciegue hasta este punto. Para el mantenimiento de las leyes de la Providencia tanto da que Pablo siga el mal, como que Pedro se entregue al bien; la naturaleza necesita una suma igual de uno y de otro, y una mayor práctica del crimen que de la virtud es la cosa del mundo que le resulta más indiferente. Escucha, Thérèse, escúchame con un poco de atención —prosiguió esa corruptora, sentándose y haciéndome poner a su lado—; tú eres inteligente, hija mía, y me gustaría convencerte de una vez.


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Mensaje por Melita Dom Mayo 06, 2012 11:57 am

»No es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite encontrar la felicidad, querida muchacha, pues la virtud sólo es, al igual que el vicio, una de las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata de seguir la una más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino principal; el que se aparta de él siempre se equivoca. En un mundo enteramente virtuoso, yo te aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas vinculadas a ella, allí reside infaliblemente la felicidad; en un mundo totalmente corrompido, siempre te aconsejaré el vicio. El que no sigue el camino de los demás perece inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y como es el más débil, es absolutamente inevitable que no resista. Las leyes quieren restablecer el orden y encaminar los hombres a la virtud, pero es en vano; demasiado prevaricadoras para conseguirlo, demasiado insuficientes para alcanzarlo, los apartarán un instante del camino hollado, pero jamás llegarán a hacerlos abandonar. Cuando el interés general de los hombres les llevará a la corrupción, el que no quiera corromperse con ellos luchará, pues, en contra del interés general; ahora bien, ¿qué felicidad puede esperar aquel que contraría perpetuamente el interés de los demás? Me dirás que es el vicio lo que contraría el interés de los hombres.

Te lo concedería en un mundo compuesto de una parte igual de buenos y de malvados, porque entonces el interés de unos choca visiblemente con el de los otros. Pero eso no es así en una sociedad totalmente corrompida; mis vicios, entonces, al ofender únicamente al vicioso, determinan en él otros vicios que le compensan, y los dos nos sentimos dichosos. La vibración se hace general; es una multitud de choques. y de lesiones mutuas en las que cada cual, recuperando inmediatamente lo que acaba de perder, se encuentra incesantemente en una posición dichosa. El vicio sólo es peligroso para la virtud que, débil y tímida, jamás se atreve a emprender nada; pero cuando ya no exista en la Tierra, cuando su fastidioso reinado haya concluido, el vicio entonces, ofendiendo únicamente al vicioso, hará aflorar otros vicios, pero ya no alterará las virtudes. ¿Cómo no ibas a fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando continuamente a contrapelo el camino contrario al que seguía todo el mundo? Si te hubieras entregado al torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel que quiere remontar un río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el que lo desciende? Me hablas siempre de la Providencia; pues bien,
¿quién te demuestra que esta Providencia prefiere el orden y, por consiguiente, la virtud? ¿No te ofrece ejemplos incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando a los hombres la guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo vicioso en su totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?, ¿por qué quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo actúa a través de vicios, cuando todo es vicio y corrupción en sus obras, todo crimen y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además, esos impulsos que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece? ¿Hay una sola de nuestras sensaciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de nuestros deseos que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil? Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros resistirnos? ¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que los crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado de utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos mismos y sin recompensarlas jamás.

—Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora —contesté—, para abrazar vuestros espantosos sistemas,
¿cómo conseguiríais sofocar el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi corazón?

—El remordimiento es una quimera —me dice la Dubois—; sólo es, mi querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante tímida como para no atreverse a aniquilarlo.

—¿Aniquilarlo? ¿Es posible?

—Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los; enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos, por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella. Así pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos. Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la orden ilegal que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar por un análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus costumbres nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa o criminal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es cuestión de opinión y de geografía, y es absurdo, por tanto, querer limitarse a practicar unas virtudes que son crímenes en otro lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima.

Ahora te pregunto si puedes, después de estas reflexiones, conservar todavía remordimientos por haber cometido, por placer o por interés, un crimen en Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada, molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí?
¿No es estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar como indiferente la acción que tiende a provocar remordimientos; si la juzgamos así gracias al estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos mejor a ella, el hábito y la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no tardarán en aniquilar ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación. Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no he cesado de correr en pos de la fortuna por un camino que estuvo sembrado de crímenes; no hay ni uno que no haya cometido, o hecho cometer... y jamás he conocido el remordimiento. Sea como fuere, llego al final, dos o tres golpes afortunados más y salto, del estado de mediocridad en que debía acabar mis días, a más de cincuenta mil libras de renta. Te lo repito, querida, jamás en esta ruta afortunadamente recorrida el remordimiento me ha hecho sentir sus espinas; un espantoso revés me sumiría al instante de la cima al abismo, no lo lamentaría, me quejaría de los hombres o de mi torpeza, pero siempre quedaría en paz con mi conciencia.

—De acuerdo, señora —contesté—, pero razonemos un instante a partir de vuestros mismos principios;
¿con qué derecho pretendéis exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado acostumbrada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de qué exigís que mi mente, que no está organizada como la vuestra, pueda adoptar los mismos sistemas? Admitís que existe una suma de bien y de mal en la naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres que practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que yo tomo está en la naturaleza; y
¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el camino que recorréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla igualmente en el que yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las leyes deje en reposo largo tiempo al que las infringe; acabáis de ver un ejemplo clamoroso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se salva, catorce perecen ignominiosamente...

—¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? —continuó la Dubois—. Pero ¿qué significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando se ha superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejuicio, la reputación, algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un aniquilamiento total, ¿no es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse: aquel a quien una fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y aquel que no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe tener un único deseo, si es inteligente: llegar a rico al precio que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las leyes son nulas a los malvados, puesto que no alcanzan al que es poderoso, y es imposible que las tema el miserable, ya que su espada es su único recurso.

—¿Y creéis —continué— que la Justicia celestial no espera en el otro mundo al que el crimen no ha atemorizado en éste?

—Creo —replicó la peligrosa mujer— que si existiera un Dios, habría menos mal en la Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han sido ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es incapaz de impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos de un ser abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes despreciar. Ay, Thérèse. ¿No es mejor el ateísmo que uno u otro de ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la infancia, y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.

—Me hacéis estremecer, señora —dije levantándome—, perdonad que no pueda seguir escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.

—Un momento, Thérèse —dijo la Dubois, reteniéndome—, si no puedo vencer tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito, no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así que el golpe esté dado.

Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté inmediatamente a la Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el crimen que se disponía a cometer.

—Es lo siguiente —me dijo—: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon que lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?

—¿Quién? ¿Dubreuil?

—Exactamente.

—¿Y qué?

—Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce le gusta infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes en escucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a proponerte un paseo fuera de la ciudad, le convenceré de que su historia contigo progresará durante ese paseo; tú le entretienes, le mantienes alejado el mayor tiempo posible, intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar a escapar; sus pertenencias ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en disuadirle de que se fije en nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas; mientras tanto anunciaré mi marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás, y los mil luises te serán entregados al tocar las tierras del Piamonte.

—Acepto, señora —le dije a la Dubois, absolutamente decidida a avisar a Dubreuil del robo que querían hacerle—; pero ¿os dais cuenta —añadí para engañar mejor a la malvada— que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo, avisándole, o entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por traicionarle?

—¡Bravo! —me dijo la Dubois—, eso es lo que yo llamo una buena alumna. Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí para el crimen. Bien —prosiguió ella escribiendo—, ahí tienes mi billete de veinte mil escudos: atrévete a negarte ahora.

—Me guardaré mucho, señora —dije recogiendo el billete—, pero atribuid únicamente a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo en rendirme a vuestras seducciones.

—Yo quería rendir un homenaje a tu inteligencia —me dijo la Dubois—, si prefieres que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras. Sírveme siempre, y estarás contenta.

Todo se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner mejor cara a Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección por mí.

Nada más molesto que mi situación: sin duda estaba muy lejos de prestarme al crimen propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez mil veces mayor de oro; pero denunciar a aquella mujer era penoso para mí; me repugnaba extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años antes había debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el crimen sin provocar su castigo, y con cualquier otra que no una consumada malvada como la Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí, ignorando que las sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo derrumbarían todo el edificio de mis honestos proyectos, sino que me castigarían incluso por haberlo concebido.

En el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a los dos a cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo bajamos para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.

—Señor —le dije apresuradamente—, escuchadme con atención; no digáis nada, y sobre todo cumplid rigurosamente lo que voy a aconsejaros: ¿tenéis algún amigo seguro en esta posada?

—Sí, tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo mismo.

—Bien, señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra habitación ni un minuto mientras nosotros estemos de paseo.

—Pero yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué significa este exceso de precaución?

—Es más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no salgo con vos. La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la excursión que vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante ese tiempo. Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la llave a vuestro amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva hasta que nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que estemos en el coche.

Dubreuil me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias, corre a dar las órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos, durante el camino le relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo acerca de las desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a una mujer

semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo agradecimiento por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis infortunios, y me propone suavizarlos con el don de su mano.

—Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha cometido con vos, señorita — me dice—; yo soy mi propio dueño, no dependo de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión considerable de unas cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os daré mi apellido.

Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió con mayor insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo se me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás! ¡Era preciso que ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme tormentos!

Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos a bajar para disfrutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear, cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos allí, y que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo desaparecidos. Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era la autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar gente, se había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero
¿cabía imaginar que fueran otras?

Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohibe expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo? ¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido tan generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo que me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!», exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que los aborrezcamos, y las personas honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en tanto que parte lesionada, y la Dubois, que sólo veía su dicha y su interés en lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclusiones.

Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois, tanto lo que habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las desgracias de Dubreuil y censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos que aquel monstruo, que sólo necesitaba cuatro horas para ponerse en país seguro, llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla perseguir; que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente comprometido en la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia, acabaría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor S***, mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que si toda esta aventura se desvelaba, las declaraciones que se vería obligado a hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precauciones, tanto a causa de mi intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo; que me aconsejaba, por consiguiente, a partir de ahí, que me fuera inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en todo lo que acababa de ocurrir.

Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que estaba tan convencido de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a Valbois.

—Me gustaría —me dijo— que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien debía el consejo de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita, pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante de Chalon—sur—Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand —continuó Valbois, llevándome hacia esta mujer—, ésta es la joven de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posibles para encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento y educación; para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós, señorita —prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme—; la señora Bertrand parte mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga la satisfacción de volveros a ver pronto.

La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar lágrimas. Los buenos tratos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que trabajaría hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé al retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en el infortunio, por lo menos, por primera vez en mi vida, la esperanza de un consuelo se ofrece en ese abismo espantoso de males, donde la virtud sigue precipitándome.»

Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él unos instantes; y, como ocurre casi siempre en tales casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos. Encontrándome en un lugar aislado, me senté allí para pensar con mayor comodidad. Mientras tanto llegó la noche sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me sentí agarrada por tres hombres. Uno me coloca la mano en la boca, y los otros dos me arrojan precipitadamente a un carruaje, suben a él conmigo, y hendimos los aires durante tres horas largas, sin que ninguno de esos bandidos se dignara a decirme una sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje llega cerca de una casa, se abren las puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me arrastran, me hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan finalmente en una, cerca de la cual hay una habitación en la que descubro luz.

—Quédate ahí —me dijo uno de mis raptores retirándose con sus compañeros—, no tardarás en ver a conocidos tuyos.

Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo tiempo, la de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella, con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la Dubois!... la Dubois en persona, aquel monstruo espantoso, devorado sin duda por el más ardiente deseo de venganza.

—Ven, encantadora joven —me dijo arrogantemente—, ven a recibir la recompensa de las virtudes a que te has entregado a mi costa... —Y estrechándome la mano con cólera—: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a traicionarme!

—No, no señora —le dije precipitadamente—, no, yo no os he traicionado en absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda preocuparos, no he dicho la más mínima palabra que pueda comprometeros.

—Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has impedido, indigna criatura? Es preciso que recibas tu castigo...

Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me hacían pasar era tan suntuosa como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre una otomana, había un hombre con una bata de tafetán flotante, de unos cuarenta años, y al que no tardaré en describiros.

—Monseñor —dijo la Dubois presentándome a él—, aquí tenéis a la joven que queríais, aquella por la que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser colgada con los monederos falsos, liberada después a causa de su inocencia y de su virtud. Admitid mi habilidad en serviros, monseñor; hace cuatro días me hablasteis del extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras pasiones; y hoy os la entrego. Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del convento de las benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instante: aquélla tiene su virtud física y moral, ésta sólo tiene la de los sentimientos; pero forma parte de su existencia, y no encontraréis en parte alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son vuestras, monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la otra mañana. En cuanto a mí, os abandono: las bondades que tenéis conmigo me han obligado a comunicaros mi aventura de Grenoble.
¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.

—¡Ah, no, no, encantadora mujer! —exclamó el señor de la casa—, no, quédate y no temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres; sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... —Y dirigiéndose a mí—: ¿Qué edad tienes, hija mía?

—Veintiséis años, monseñor —contesté—, y muchas penas.

—Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que he querido. Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás desdichada... —Y con espantosas carcajadas, agregó—: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio seguro para terminar con los infortunios de una joven?

—Sin duda —dijo aquella odiosa criatura—; y si Thérèse no fuera amiga mía no os la habría traído; pero es justo que la recompense por lo que ha hecho por mí.

Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi última empresa de Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien. La oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar, la clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al instante mi imaginación de una turbación que sería difícil describiros. Un sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el fondo de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la cabeza sobre mi pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de mi cuello.

—¡Oh, es delicioso! —exclama, apretando fuertemente esta parte—. Jamás he visto nada tan bien unido:
será delicioso separarlo.

Esta última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me encontraba una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas voluptuosidades predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la muerte de las desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que corría el peligro de perder la vida.

En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la joven lionesa de la que acababa de hablar.

Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me veréis. El monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado; unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura hermosa, y la inteligencia en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y el aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento, seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había encontrado nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta la fábula. Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la fuerza de un torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su inteligencia propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a incrementar los males que estaba segura que había que esperar de un hombre semejante.

Eulalie era el nombre de la joven lionesa. Bastaba verla para adivinar su origen y su virtud: era hija de una de las mejores casas de la ciudad donde las sicarias de la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto de reunirla con un amante que ella idolatraba; poseía, junto con un candor y una ingenuidad encantadores, una de las más deliciosas fisonomías que puedan imaginarse. Eulalie, con apenas dieciséis años, tenía una auténtica cara de virgen; su inocencia y su pudor embellecían a porfía sus facciones: tenía escaso color, pero eso la hacía aún más seductora; y el resplandor de sus bellos ojos negros devolvía a su bonita cara todo el fuego del que esa palidez parecía privarla en un principio; su boca, un poco grande, estaba dotada de los más bellos dientes; su seno, ya muy formado, parecía aún más blanco que su tez; parecía formada para ser pintada, pero no a expensas de la gordura; sus formas eran redondeadas y abundantes, todas sus carnes firmes, dulces y rollizas. La Dubois pretendió que era imposible ver un culo más bonito: poco conocedora de esta parte, me permitiréis que no me manifieste. Un vello suave sombreaba su parte delantera; unos cabellos rubios, soberbios, flotando sobre todos estos encantos, los hacían aún más excitantes; y para completar su obra maestra, la naturaleza, que parecía complacerse en formarla, la había dotado del carácter más dulce y más amable. ¡Tierna y delicada flor, destinada a embellecer por un instante la tierra para ser inmediatamente marchitada!

—¡Oh, señora! —le dijo a la Dubois al reconocerla—, ¡así es como me habéis engañado!... i Santo cielo!
¿Dónde me habéis conducido?

—Ahora lo verás, hija mía —le dijo el señor de la casa atrayéndola bruscamente hacia él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis manos le masturbaba por orden suya.

Eulafe quiso defenderse, pero la Dubois, empujándola sobre el libertino, le quitó toda posibilidad de escapar. La sesión fue larga; cuanto más fresca era la flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multiplicados chupetones siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que yo excitaba adquiría aún mayor energía.

—Bien —dijo monseñor—, son dos víctimas que me colmarán de gusto: serás bien pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador: síguenos, querida mujer, síguenos —prosiguió mientras nos condujo—; te irás esta noche, pero te necesito para la velada. La Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel disoluto, donde nos hace desnudarnos a todas.

¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infamias de las que fui a la vez testigo y víctima. Los placeres de aquel monstruo eran los de un verdugo. Sus únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi desdichada compañera...

¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que termine... Yo iba a tener la misma suerte; estimulado por la Dubois, aquel monstruo se disponía a hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una necesidad común de reparar sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa... ¡Qué exceso! Pero ¿debo lamentarlo, ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y de comida, ambos cayeron borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan pronto como los veo así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la Dubois acababa de quitarse para estar aún más inmodesta a los ojos de su patrón, tomo una vela, me precipito a la escalera: aquella casa desprovista de criados no ofrece nada que se oponga a mi evasión, encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que corra hacia su amo que se muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más resistencia. Ignoraba los caminos, no me habían dejado verlos, tomo el primero que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se digna a sonreírnos un momento; en la posada seguían acostados, me introduzco secretamente en ella y me dirijo apresuradamente a la habitación de Valbois. Llamo, Valbois se despierta y casi no me reconoce en el estado en que me hallo; me pregunta qué me pasa; le cuento los horrores de los que acabo de ser a un tiempo víctima y testigo.

—Podéis hacer detener a la Dubois —le digo—, no está lejos de aquí, es posible que pueda indicaros el camino... ¡Desgraciada! Independientemente de todos sus crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me disteis.

—¡Oh, Thérèse! —me dijo Valbois—, sois sin duda la mujer más desdichada que hay en el mundo, pero fijaros, sin embargo, honesta criatura, en como, en medio de los males que os abruman, una mano celestial os mantiene. Que esto sea para vos un motivo suplementario para ser siempre virtuosa, jamás las buenas acciones carecen de recompensa. No persigamos a la Dubois, mis razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía ayer. Reparemos únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer lugar, el dinero que os ha robado.

Una hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa interior.

—Pero hay que irse, Thérèse —me dijo Valbois—, hay que irse hoy mismo. La Bertrand cuenta con ello. Le he rogado que se retrasara unas horas por vos, así que acompañadla.

—¡Oh, virtuoso joven! —exclamé, cayendo en los brazos de mi bienhechor—. ¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los bienes que me ofrecéis!

Vamos, Thérèse —me contestó Valbois abrazándome—, yo ya disfruto de la dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía... Adiós.

Así es como abandoné Grenoble, señora, y si bien no encontré en esa ciudad toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna como en ella descubrí tantas personas honradas reunidas para lamentar o calmar mis males.

Mi guía y yo íbamos en una pequeña carreta cubierta tirada por un caballo al que dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las mercancías de la se ñora Bertrand, y una chiquilla de quince meses a la que todavía amamantaba, y por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir un afecto tan grande como el que podía darle la que la había parido.

La tal Bertrand era, por otra parte, una mujer bastante mala, suspicaz, charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos regularmente cada noche sus pertenencias a la posada, y dormíamos en la misma habitación. Hasta Lyon, todo fue muy bien, pero durante los tres días que aquella mujer necesitaba para sus negocios, tuve en esa ciudad un encuentro que estaba muy lejos de esperar.

Me paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras de la posada a la que había pedido que me acompañara, cuando descubrí de repente al reverendo padre Antonin de Santa María de los Bosques, superior ahora de la casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y después de haberme agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de haberme dado a entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo comunicaba al convento de Borgoña, añadió, ablandándose, que no diría nada si quería seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y que le parecía interesante. Luego, haciendo en voz alta la misma proposición a esa criatura, el monstruo dijo:

—Os pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os prometo por lo menos un luis de cada uno, si vuestra complacencia carece de límites.

Ante estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento hacer creer al fraile que se equivoca: al no conseguirlo, hago gestos para contenerlo, pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicitaciones van siendo cada vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se limita a pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme de él, le doy una falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos que no tardará en vernos.

Al regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta desdichada relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije no la satisfaciera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto virtuoso por mi parte que la privaba de una aventura en la que habría ganado tanto, se fue de la lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de la Bertrand, con motivo de la desdichada catástrofe que pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.

Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace aparecer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la maldad de los hombres.

Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día siguiente; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos despertadas por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran más que terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas. Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas con la multitud de desdichados que buscan, como nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si pronuncio una palabra...

—¡Ah, malvada! —me dice—, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás.

—¡Oh, señora, vos aquí! —exclamé.

—Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía —me contestó aquel monstruo—; con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme de ti. Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos luises por cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados; quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que no habría suplicios bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en su casa.
¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?

—¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es dichosa cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra.

—No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios que castigue o que recompense las acciones de los hombres... Ah, si en la nada eterna donde vas a entrar inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testadurez te ha obligado a ofrendar a unos fantasmas que no te han pagado con otra cosa que con desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemente castigada por tu bondad y tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué ejemplos te son necesarios para convencerte de que el partido que tomas es el peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un Dios vengador: desengáñate, Thérèse, desengáñate, el Dios que te forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabeza de los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El servicio más importante que se habría podido prestarles hubiera sido degollar inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente, después de todos los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de irritar perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compensación de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio, con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías; lo exige su especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha, somos tres contra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi hombre mientras tanto acogotará a su criado. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la muerte, o servirme.

Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre tuvo conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado: así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha merecido. No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos principios?

—No lo dudéis, señora —contesté—, no es con la intención de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais el proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de ese hombre, haríais mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para castigar a los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su espada a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para ultrajarlas.

—¡Pues bien! Morirás, indigna criatura —replicó la Dubois enfurecida—, morirás. No sueñes con escapar a tu suerte.

—Qué me importa —contesté con tranquilidad—, me liberaré de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño de la vida, es el reposo del desdichado... Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.

Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante hacía preparar nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella.

Estábamos a punto de entrar en el Delfinesado, cuando seis hombres a caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y, sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del camino había una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer como de la

gendarmería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con un descaro inimaginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué derecho utilizaban esos modales con una mujer de su rango.

—No tenemos el honor de conoceros, señora —dijo el oficial—; pero estamos convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego ayer a la principal posada de Villefranche. —Después, examinándome—: Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis ser ha podido encargarse de semejante mujer.

—Es una historia de lo más simple —contestó la Dubois, aún más insolente—, y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba como ella en esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba que la llevara conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla, se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección, ahora reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la tenéis, señores, aquí la tenéis;

¡Dios me libre de interesarme por un monstruo semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.

Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos fueron tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois sólo se defendía con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que se hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el contrario, ¡,acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era pobre, resultaba evidente que era culpable.

El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había acusado; yo había incendiado la posada para robarla con mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca en Grenoble, y de la que ella se había neciamente encargado por un exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Públicamente y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra, no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia agriada por la desesperación no hubiera inventado para envilecerme. A petición de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias personas habían declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto. Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había entrado en aquel desván, sin encontrar el lugar deseado, y había permanecido allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o para ofrecer por lo menos probabilidades; y, como sabemos, esto son pruebas en este siglo. Así que por más que me defendiera, el oficial sólo me respondió estrechando los grilletes.

—Pero, señor —dije antes aún de dejarme encadenar—, si hubiera robado a mi compañera de viaje en
Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que se me registre.

Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no estaba sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las cantidades robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin, fingió por un instante la conmiseración.

—Señor —le dijo al oficial—, se cometen cada día tantos errores sobre todas esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se llega en un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta joven, señor, se lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja.

El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...

—Un momento, señor —dije, oponiéndome a ello—; esta investigación es inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe perfectamente también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto, en el mismo templo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos, cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.

—En verdad, no habría creído —dijo la Dubois— que mi idea tuviera tanto éxito; pero como esta criatura agradece mis bondades hacia su persona con insidiosas acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso. —Esta iniciativa es totalmente inútil, señora baronesa —dijo el oficial—, nuestras pesquisas sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la marca que la mancilla, todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pedimos mil excusas por haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada, arrojada a la grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue acabando de insultarme con el don de unos cuantos escudos dejados por conmiseración a mis guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a habitar en espera de mi instalación.

¡Oh, virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espantosa humillación, «¡podías recibir un insulto mas sensible! ¡Era posible que el crimen osara afrontarte y vencerte con tanta insolencia e impunidad!»

Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada en el calabozo de los criminales, y allí fui inscrita como incendiaria, mujer de mala vida, infanticida y ladrona.

En la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había pensado estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que era la causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la justicia del cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que, inocente y desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla y la muerte. Acostumbrada desde hacía tanto tiempo a la calumnia, a la injusticia y al infortunio, habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento virtuoso si no era asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más estúpido que desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo, como es natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de salir del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin; por muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo: pregunté por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no se acordara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel situación en que estaba; le demostré mi inocencia; no le oculté que las frases inconvenientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.

—Thérèse —me dijo a continuación—, no te enfades como de costumbre, cuando transgreden tus malditos prejuicios. Ya ves adónde te han llevado, y ahora puedes convencerte fácilmente de que es cien veces mejor ser tunanta y feliz que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal cariz, querida hija, es inútil ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas, que tiene el mayor de los intereses en tu pérdida, colaborará seguramente en ella bajo mano; la Bertrand continuará; todas las apariencias te acusan, y en nuestros días bastan las apariencias para ser condenado a la muerte. Así que eres una mujer perdida, eso está claro. Un único medio puede salvarte; yo tengo buenas relaciones con el intendente, y tiene mucha influencia sobre los jueces de esta ciudad; le diré que eres mi sobrina, y te reclamaré a este título: anulará todo el proceso; pediré que te devuelvan a mi familia; te haré secuestrar, pero será para encerrarte en nuestro convento del que no saldrás en toda tu vida... y allí, no te lo oculto, Thérèse, esclava sumisa de mis caprichos, los satisfarás todos sin mayor reflexión; te entregarás también a los de mis compañeros: en una palabra, serás mía como la más sumisa de las víctimas... Ya me oyes: la tarea es ruda; ya sabes cuáles son las pasiones de los libertinos de nuestra clase: decídete pues, y no demores tu respuesta.

—Váyase, padre —contesté horrorizada—, váyase, sois un monstruo al atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme entre la muerte y la infamia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo menos sin remordimientos.

—¡Como quieras! —me dijo aquel hombre cruel retirándose—; jamás he sabido forzar a la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien hasta ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós: procura sobre todo no llamarme otra vez.

Salía; pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus rodillas.

—Tigre —exclamé llorando—, abre tu corazón de roca a mis espantosos males, y no me impongas para acabar con ellos unas condiciones más espantosas para mí que la muerte...

La violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que cubrían mi seno; estaba desnudo, mis cabellos flotaban en desorden sobre él, inundado por mis lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hombre deshonesto... deseos que quiere satisfacer al instante. Se atreve a mostrarme hasta qué punto mi estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las cadenas que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo estaba arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja que me sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca; ata mis brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se convierte en la presa de sus miradas, de sus manoseos y de sus pérfidas caricias; satisface finalmente sus deseos.

—Escucha —me dice soltándome y recomponiéndose—, tú no quieres que yo te sea útil, ¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándote de los crímenes mas enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte: piénsalo bien antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me entiendes: se nos permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal. Entiende bien la intención de lo que voy a decir al guardián, o acabo de aplastarte en un instante.

Llama, aparece el carcelero:

—Señor —le dijo aquel traidor—, esta buena mujer se confunde, ha querido hablar de un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de nada ni la he visto nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me despido de los dos, y estaré siempre dispuesto a volver si se considera importante mi ministerio. Antonin sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida por su astucia como indignada por su insolencia y su libertinaje.


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Mensaje por Melita Dom Mayo 06, 2012 11:58 am

Sea como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer uso de todo; volví a acordarme del señor de Saint—Florent. Me resultaba imposible creer que ese hombre pudiera malquererme por el comportamiento que yo había tenido con él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante importante, me había tratado de una manera harto cruel como para imaginar que no se negaría a reparar sus errores conmigo en una circunstancia tan esencial ni a reconocer por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto que yo había hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las dos épocas en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento, en mi opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas proposiciones? ¡,Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los espantosos servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez libre, ya encontraría la manera de escapar al tipo de vida abominable al que habría tenido la bajeza de comprometerme. Imbuida por estas reflexiones, le escribo, le relato mis desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no había pensado suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había sospechado que la beneficencia era capaz de penetrar en ella; no me había acordado suficientemente de sus máximas horribles, o, llevándome siempre mi desdichada debilidad a juzgar a los demás a partir de mi corazón, había supuesto intempestivamente que ese hombre debía comportarse conmigo como sin duda yo lo habría hecho con él.

Llega; y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en mi habitación. Me había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le habían prodigado, cuál era su preponderancia en Lyon.

—¡Cómo! ¿Eres tú? —me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de desprecio—, la letra me había confundido; la creía de una mujer más honesta que tú, y a la que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¿qué quieres que haga por una imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál más espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamente la vida, ¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.

—¡Oh, señor! —exclamé—, yo no soy culpable.

—¿Qué hace falta, pues, para serlo? —replicó agriamente aquel hombre duro—. La primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de ladrones que quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciudad, acusada de tres o cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus hombros la marca garantizada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada, cuéntame lo que hace falta para no serlo.

—¡Santo cielo, señor! —contesté—. ¿Cómo podéis reprocharme la época de mi vida en que os conocí?
¿No me tocaría más bien a mí haceros sonrojar? Bien sabéis, señor, que yo estaba a la fuerza con los bandidos que os asaltaron; querían arrebataros la vida, yo os la salvé, facilitando vuestra evasión y escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos, hombre cruel, para agradecerme este favor? ¿Es posible que podáis recordarlo sin horror? Quisisteis asesinarme; me aturdisteis con golpes espantosos y, aprovechando el estado en que me habíais dejado, me arrancasteis lo que yo tenía de más querido; con un refinamiento inigualable en crueldad, me robasteis el poco dinero que poseía, ¡como si hubierais deseado que la humillación y la miseria acabaran de aplastar a vuestra víctima! Lo conseguisteis, bárbaro; sin duda vuestros éxitos son totales; vos me habéis sumido en la desgracia, vos habéis entreabierto el abismo donde no he cesado de caer desde aquel desdichado instante. De todos modos, lo olvido todo, señor, sí, todo se borra en mi memoria, os pido incluso perdón por atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais ocultaros que me debéis algunas compensaciones, alguna gratitud por vuestra parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a ella vuestro corazón cuando el velo de la muerte se extiende sobre mis tristes días; no es a ella a quien temo, sino a la ignominia; salvadme del horror de morir como una criminal: todo lo que exijo de vos se limita a esta única gracia, no me la neguéis, y el cielo y mi corazón os recompensarán por ello algún día.

Estaba inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y lejos de leer en su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones con que contaba sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de músculos causada por este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad. Saint—Florent estaba sentado delante de mí; sus ojos negros y malvados me miraban de una manera espantosa, y veía que su mano realizaba unos toqueteos que demostraban que el estado en que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de la piedad. De todos modos, disimuló y, levantándose, me dijo:

—Escucha, todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville; no necesito decirte el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él depende tu suerte. Es íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si accede a determinados acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de que te vea en su casa o en la mía. En el secreto de un interrogatorio semejante, le será mucho mas fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí. Si se consigue esta gracia, justifícate cuando le veas, demuéstrale tu inocencia de una manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos en falso.

Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia entre las frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta miento actual, que temí una nueva trampa; pero dignaos juzgarme, señora: ¿podía titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía agarrar apresuradamente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí a seguir a los que vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería lo mejor posible; ¿que me llevaban a la muerte?

¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece el carcelero; tiemblo.

—Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville; procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamás la conseguirán.

Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que reconozco inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí ninguna ventana: allí se encontraban Saint—Florent y el hombre que me dijo ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aunque estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él desprendía un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia, es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero, que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un Hércules: me pareció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del mundo: le llamaban Julien. A Saint—Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en las facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido.

—¿Todo está cerrado? —dijo Saint-Florent a Julien.

—Sí, señor —contestó el joven—: por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir a nadie.

Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí?

—Sentaos ahí, amigos míos —dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes—. Os utilizaremos cuando sea necesario.

—Thérèse —dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville—, éste es tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil.

—Tiene cuarenta y dos testigos en contra —dijo Cardoville sentado sobre las rodillas de Julien, besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven—; ¡hace mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén mejor comprobados!

—¿Yo, crímenes comprobados?

—Comprobados o no —dijo Cardoville levantándose y acercándose descaradamente a hablarme bajo la nariz—, serás quemada, p..., si con una entera resignación, con una obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a todo lo que queramos exigir de ti.

—Más horrores —exclamé—; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los malvados!

—Eso es natural —replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu historia, Thérèse, obedece pues.

Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo retrocedí, lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel momento, a los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas, desgarraron mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las miradas de aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al mundo.

—¿Resistencia? —se decían entre sí mientras procedían a desnudarme—... ¿Resistencia?... ¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?

Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.

Así que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos sillones cimbrados y que, al juntarse, encerraban, en el espacio vacío, al desdichado individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno observaba la parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se cambiaban una y otra vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin que a lo largo de este examen olvidaran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar por los preliminares, creí ver que los dos tenían más o menos las mismas fantasías.

—¡Qué! —dijo Saint—Florent a su amigo—. ¿No te había dicho que tenía un hermoso culo?

—¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime —dijo el magistrado mientras lo besaba—. He visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!... ¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?

—Es que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he dicho, ¡nada tan divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el peristilo del templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría conformarme con eso.

A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero, al que encontró el mismo inconveniente.

—¡Bien! —dijo Cardoville—, ya sabes el secreto. —Así la utilizaré —contestó Saint—Florent—, y tú, que no necesitas el mismo recurso, tú, que te contentas con una actividad ficticia que, por dolorosa que resulte para una mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medida el goce, confío en que la poseerás después de mí. —Eso está bien —dijo Cardoville—, mientras te miro, me ocuparé de esos preludios que tanto endulzan mi voluptuosidad: haré de mujer con Julien y La Rose, mientras tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo uno vale por lo otro.

—Mil veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!... ¿Supones que me sería posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos aguijonean tanto a los dos?

Habiéndome mostrado con estas palabras que el estado de los dos impúdicos exigía placeres más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie sobre un amplio sillón, con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las rodillas sobre los brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos. Tan pronto como me coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la camisa, y quedaron así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de cintura abajo; se mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra vez delante de mí intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía ofrecerles era algo muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como mujeres en esta parte: Cardoville, sobre todo, ofrecía su blancura y su corte, su elegancia y su gordura. Se masturbaron un instante delante de mí, pero sin eyaculación. Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me estremecí cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo santo! ¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba primicias? ¿Lo que dirigía tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas armas iban, ay, a presentárseme! Julien y La Rose, a quienes todo eso excitaba claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh, señora! Nunca nada semejante había manchado todavía mi vista, y pese a cuales hayan sido mis descripciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya podido describir, de la misma manera que el águila imperiosa domina sobre la paloma. Los dos disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos amenazadores; los acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el combate se vuelve de pronto más serio. SaintFlorent se agacha sobre el sillón en que me encuentro, de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la altura de su boca; las besa, su lengua se introduce en uno y otro templo. Cardoville goza de él, ofreciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo espantoso miembro se engulle inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo de Saint—Florent, lo excita con su boca agarrando sus caderas, y acompasándolas a las sacudidas de Cardoville que, tratando a su amigo a golpes, no le abandona sin que el incienso haya humedecido el santuario. Nada igualaba los delirios de Cardoville una vez que la crisis se apoderaba de sus sentidos: abandonándose con blandura al que le sirve de esposo, pero empujando con fuerza al individuo que le sirve de mujer, el insigne libertino, con unos estertores semejantes a los de un hombre que agoniza, pronunciaba entonces unas blasfemias espantosas. Saint—Florent, por su parte, se contuvo, y el cuadro se descompuso sin que él hubiera aportado nada.

—En verdad —dijo Cardoville a su amigo—, me sigues dando tanto placer como cuando sólo tenías quince años... No cabe duda —prosiguió volviéndose y besan do a La Rose— de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me has encontrado hoy muy ancho, querido ángel?... ¿Creerás, Saint—Florent, que es la trigésimo sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti, querido amigo — continuó ese hombre abominable colocándose en la boca de Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo ofrecido a SaintFlorent—, para ti la treinta y siete.

Saint-Florent disfrutó de Cardoville, La Rose disfrutó de Saint—Florent, y éste, al cabo de una breve carrera, quema con su amigo el mismo incienso que había recibido. Si bien el éxtasis de Saint—Florent era más concentrado, no por ello era menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno exclamaba a gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin que por ello fueran menos activos; seleccionaba sus palabras, pero con ello eran aún más sucias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían ser las características del delirio del primero; la maldad y la ferocidad se encontraban descritas en el otro.

—Vamos, Thérèse, reanímanos —dijo Cardoville—; ya ves que las antorchas están apagadas, hay que encenderlas de nuevo.

Mientras Julien se disponía a disfrutar de Cardoville, y La Rose de Saint—Florent, los dos libertinos, agachados sobre mí, debían alternativamente colocar en mi boca sus dardos embotados; cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que sacudir y masturbar con mis manos al otro, después con el licor espirituoso que me habían dado debía humedecer el miembro mismo y todas las partes contiguas; pero no debía limitarme únicamente a chupar, era preciso que mi lengua girara en torno a los glandes, y que mis dientes los mordisquearan al mismo tiempo que mis labios los apretaban. Mientras tanto nuestros dos pacientes eran vigorosamente sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin de multiplicar las sensaciones producidas por la frecuencia de las entradas y de las salidas. Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en aquellos templos impuros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de mayor edad, fue el primero en anunciarla; una bofetada con toda la fuerza de sus manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint—Florent le siguió de cerca; una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se repusieron, y poco después me advirtieron de que me preparara a ser tratada como me merecía. A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi claramente que las vejaciones iban a caer sobre mí. Implorarles en el estado en que acababan de ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más: así que me colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron los cuatro sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de cada uno de ellos y recibir la penitencia que se le antojara ordenarme; los jóvenes no fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió sobre todo por unas bromas refinadas a las que Saint—Florent, pese a lo cruel que era, le costó acercarse.

Un poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por unos instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis heridas en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas ni la más mínima huella. Las lubricidades continuaron.

Había instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y en los que Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el impotente Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin actuar ya, pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su culo servían de altares a espantosos homenajes. Cardoville no puede soportar tantos cuadros libertinos. Viendo a su amigo completamente en ristre, acude a ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo afilo las flechas, las acerco a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas expuestas sirven de perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la crueldad de los otros. Al fin nuestros dos libertinos, remansados por el esfuerzo que tienen que reparar, salen de allí sin ninguna pérdida, y en un estado que me asusta más que nunca.

Vamos, La Rose —dijo Saint—Florent—, coge a esta bribona y estréchamela.

Yo no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió pronto su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo con la mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se arma con una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse por la sangre que derramará, ni por los dolores que me ocasionará, el monstruo, frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una costura, la entrada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de igual manera, y el indecente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos; estuve a punto de desmayarme.

—Así es como las quiero —dijo Saint—Florent, cuando me hubieron colocado de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería invadir—. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta ceremonia podría yo recibir algún placer de esta criatura?

Saint-Florent tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban para prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint—Florent me ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, empuja con un vigor increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos; cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores para hallarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le importa al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no habría podido soportar ni un instante más.

—¡Para mí! —dice Cardoville, haciéndome soltar—, yo no coseré a esta querida muchacha pero voy a colocarla en un lecho de campaña que le devolverá todo el calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud nos niega.

La Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una madera muy espinosa. Encima de allí es donde quiere que me coloque el insigne disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de atarme, el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor de un huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en mi cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardiente; sin atender mis protestas, soy fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas que lo sostienen.

Julien se coloca también allí. Obligada a soportar el peso de los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos malditos nudos que me dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis dolores; cuanto más rechazo a los que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades que me laceran. Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis entrañas, las crispa, las abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos: no hay expresiones en el mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo, mi verdugo disfruta; su boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para incrementar sus placeres: es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de su amigo, notando sus fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo todo antes de que le abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver producirá en la vagina el mismo incendio que encendió en los lugares que abandona; desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre el vientre a la pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con los nudos que las reciben. Cardoville penetra por el sendero prohibido; lo perfora mientras los demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se apodera finalmente de mi perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el cumplimiento de su crimen; estoy inundada, me sueltan.

—Vamos, amigos míos —dice Cardoville a los dos jóvenes—, apoderaos de esta ramera, y gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.

Los dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la parte delantera el otro se hunde en el trasero; cambian de sitio una y otra vez; estoy aún más desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado por el rompimiento de las barricadas artificiales de Saint-Florent; y él y Cardoville se divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí. Saint-Florent sodomiza a La Rose que me trata de la misma manera, y Cardoville hace otro tanto con Julien que se excita conmigo en un lugar más decente. Soy el centro de esas abominables orgías, soy su punto fijo y su resorte; cada uno de ellos por cuatro veces, La Rose y Julien han rendido su culto a mis altares, mientras que Cardoville y Saint—Florent, menos vigorosos o más exhaustos, se contentan con un sacrificio en los de mis amantes. Es el último, ya era hora, estaba a punto de desvanecerme.

—Mi compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse —me dice Julien—, y yo voy a repararlo todo. Provisto de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las huellas de las atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua mis dolores; jamás los sentí tan intensos.

—Con el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de nuestras crueldades, las que quieran denunciarnos no lo tendrán nada fácil, ¿no es verdad, Thérèse? —me dice Cardoville—. ¿Qué pruebas ofrecerían de sus acusaciones?

—¡Oh! —dice Saint—Florent , la encantadora Thérèse no está para denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son oraciones lo que debemos esperar de ella, y no acusaciones.

—Que no haga ni lo uno ni lo otro —replicó Cardoville—; nos inculparía sin ser atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos en esta ciudad no permitirían que se prestara atención a unas denuncias que siempre llegarían a nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños. Eso haría su suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con su persona por la razón natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la debilidad; debe sentir que no puede escapar a su juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta noche: no la creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la desmentiría inmediatamente. Así pues, es necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan imbuida de la grandeza de la Providencia, le ofrezca en paz todo lo que acaba de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, todavía no es de día, los dos hombres que te han traído te devolverán a tu cárcel.

Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos ogros, bien para suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.

—Aguántamela —dijo Julien a La Rose—, quiero sodomizarla; nunca he visto un trasero en el que me sintiera tan voluptuosamente comprimido; te prestaré el mismo servicio.

El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a hacerme sentir unos dolores renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así que, antes de llegar, fui una vez

más víctima del libertinaje criminal de los dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos recibió; estaba solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.

—Acuéstate, Thérèse —me dijo, devolviéndome a mi calabozo—, y si alguna vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido de la cárcel, recuerda que te desmentiré, y que esta inútil acusación no te resolverá ningún problema...

¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me encontré sola. ¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah! Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo instante, de la manera que mejor le parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al infortunado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas cuanto antes.

A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme a la Providencia, vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville se presentó a interrogarme; no pude dejar de estremecerme al ver con qué sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se revestía, acababa de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.

Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto convirtió en crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo, todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de Saint-Florent; contesté que sí lo conocía.

—Bien —dijo Cardoville—, no necesito más: este señor de Saint-Florent, que confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en una banda de ladrones donde fuiste la primera en robarle su dinero y su cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade que, unos años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente conducta actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a persistir por el buen camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir estos instantes de beneficencia suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...

Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas acusaciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.

Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más cercana, y no hallando expresiones para mi rabia:

—¡Malvado! —exclamé—. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus crímenes, descubrirá la inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que cometes de tu autoridad!

Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi desesperación y mis remordimientos, no estoy en situación de seguir el interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del todo!...

El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui rápidamente condenada y conducida a París para la confirmación de mi sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor de los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas acabaron de desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido», me decía, «para que me sea imposible concebir un solo sentimiento honesto que no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible que esta Providencia iluminada cuya justicia me complazco en adorar, castigándome por mis virtudes, me presente al mismo tiempo en la cumbre a los que me aplastaban con sus crímenes!»

Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un señor disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido envenenar a su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien intento evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una criminal; sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy obligada a mendigar mi pan.

Quiero acercarme a los sacramentos, quiero implorar con fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto tribunal donde espero purificarme en uno de nuestros más santos misterios se convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que abusa de mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo recaigo en el abismo espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer del furor de su marido: el cruel quiere hacerme morir derramando mi sangre gota a gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me ahorca para deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto de morir en el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer indigna quiere seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los escasos bienes que poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre sensible quiere compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su mano: expira en mis brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio para arrebatar de las llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta niña me acusa y me incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más mortal enemiga, que quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya pasión consiste en cortar cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para recaer bajo la de Temis. Imploro la protección de un hombre al que he salvado la fortuna y la vida; me atrevo a esperar de él alguna gratitud; me atrae a su casa, me somete a horrores, convoca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los dos abusan de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna los colma de favores, y yo corro a la muerte.

Eso es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha enseñado su peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la desdicha, asqueada de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a romper sus lazos?

—Mil excusas, señora —dijo aquella joven infortunada concluyendo aquí sus aventuras—; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós, señora, adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi suerte, ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre sólo es terrible para el ser afortunado cuyos días han transcurrido sin nubes; pero la desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras, cuyos pasos tambaleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la antorcha del día como el viajero extraviado ve temblando los surcos del rayo; aquella a quien sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna, protección y ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para abrevarse y tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte sin temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasiado justo para permitir que la inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la compensación de tantos males.

El honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin sentirse profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien, como hemos dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en absoluto la sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.

—Señorita —le dijo a Justine—, es difícil oíros sin sentir por vos el más vivo interés; pero, ¡,tengo que confesarlo?, un sentimiento inexplicable, mucho más tierno del que describo, me arrastra invenciblemente hacia vos y convierte vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado vuestro nombre, me habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que confeséis vuestro secreto; no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que me lleva a hablaros así... ¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais Justine?... ¿Y si fuerais mi hermana?

—¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! —Tendría ahora vuestra edad...

—¡Juliette! ¿Te estoy oyendo a ti? —dijo la desdichada prisionera arrojándose a los brazos de la señora de Lorsange...— i Tú...mi hermana!... ¡Ah, moriré mucho menos infeliz, ya que, al menos, he podido abrazarte una vez más!...

Y las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus sollozos, ya sólo se expresaban a través de las lágrimas.

El señor de Corville no pudo retener las suyas; sintiendo que se le hace imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra habitación, escribe al canciller, describe con trazos encendidos el horror de la suerte de la pobre Justine a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su inocencia, pide que hasta el esclarecimiento del proceso, la supuesta culpable no tenga otra prisión que su castillo, y se compromete a devolverla a la primera orden de aquel jefe soberano de la justicia; se da a conocer a los dos guardianes de Thérèse, les confía su carta, les responde de la prisionera; es obedecido, Thérèse le es entregada; un carruaje avanza.

—Acercaos, criatura harto desdichada —dijo entonces el señor de Corville a la interesante hermana de la señora de Lorsange—, acercaos, todo cambiará para vos. No podrá decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin recompensa, y que la hermosa alma que habéis recibido de la naturaleza sólo encuentra siempre el cautiverio: seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...

Y el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de hacer.

Hombre respetable y amado dijo la señora de Lorsange arrojándose a las rodillas de su amante—, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en todos vuestros días; a quien conoce realmente el corazón del hombre y el espíritu de la ley le corresponde vengar la inocencia oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera: ve, Thérèse, ve, corre, vuela al instante a arrojarte a los pies de este protector equitativo que no te abandonará como los demás. ¡Oh, señor, si me resultaban queridos los lazos del amor con vos, cuanto más lo serán ahora, reforzados por la más tierna estimación!...

Y las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodillas de un amigo tan generoso y las regaban con sus lágrimas.

Llegaron en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la señora de Lorsange se ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del exceso de la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con deleite de los manjares más suculentos; la acostaban en los mejores lechos, querían que mandara en su casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que cabía esperar de dos almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la bañaron, la vistieron, la embellecieron; era el ídolo de los dos amantes, competían en ver cual de los dos le —haría olvidar cuanto antes sus desgracias. Mediante algunos cuidados, un excelente cirujano se encargó de hacer desaparecer aquella marca ignominiosa, fruto cruel de la maldad de Rodin. Todo respondía a las atenciones de los bienhechores de Thérèse: las huellas del infortunio ya se borraban de la frente de la amable joven; las Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores lívidos de sus mejillas de alabastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por tantos pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años, reapareció en ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias acababan de llegar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia en movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él para describir las desdichas de Thérèse y para devolverle una tranquilidad a la que era tan acreedora. Llegaron finalmente las cartas del Rey que purgaban a Thérèse de todos los procesos injustamente incoados contra ella, le devolvían el título de honesta ciudadana, imponían para siempre silencio a todos los tribunales del reino donde se había intentado difamarla, y le concedían mil escudos de pensión a cuenta del oro requisado en el taller de los monederos falsos del Delfmesado. Tuvieron la intención de apoderarse de Cardoville y de Saint—Florent; pero obedeciendo a la fatalidad de la estrella relacionada con todos los perseguidores de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser nombrado, antes de que sus crímenes fueran conocidos, a la intendencia de ***, el otro a la intendencia general del comercio de las Colonias; cada uno de ellos estaba ya en su destino, las órdenes sólo encontraron familias poderosas que no tardaron en buscar los medios para calmar la tempestad, y tranquilos en el seno de la fortuna, las fechorías de esos monstruos fueron pronto olvidadas.

En lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró de tantas cosas agradables para ella, poco faltó para que expirara de alegría, derramó varios días consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus protectores, cuando de repente su humor cambió, sin que fuera posible adivinar la causa. Se volvió sombría, inquieta, ensimismada; a veces lloraba en medio de sus amigos, sin que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.

—No he nacido para tanta felicidad —le decía a la señora de Lorsange—... Oh, querida hermana, es imposible que dure mucho tiempo.

Por más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y que ya no debía sentir más inquietud, nada conseguía calmarla; diríase que esta triste criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano del infortunio siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes que iban a aplastarla.

El señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del verano, planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía poder estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita las nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza, aburrida de sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para obligarlos a unas formas nuevas. La señora de Lorsange, asustada, suplica a su hermana que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apresurada en calmar a su hermana, corre hacia las ventanas que ya se rompen; quiere luchar por un minuto contra el viento que la rechaza: al instante el resplandor del rayo la derriba en el centro del salón.

La señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor de Corville pide ayuda; los cuidados se dividen, devuelven a la señora de Lorsange a la luz, pero la desdichada Thérèse está herida de manera que ni la menor esperanza puede subsistir para ella; el rayo había entrado por el seno derecho; después de haber consumido su pecho y su cara, había salido por el centro del vientre. La visión de aquella miserable criatura infundía horror: el señor de Corville ordena que se la lleven...

—No —dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma—; no, dejadla bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las decisiones que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre todo a la decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo podría distraerme ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta infortunada, aunque siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de demasiado extraordinario como para no abrirme los ojos sobre mí misma; no os imaginéis que me ciego con los falsos resplandores de felicidad que hemos visto disfrutar, en el transcurso de las aventuras de Thérèse, a los malvados que la han hollado. Estos caprichos del cielo son unos enigmas que no nos corresponde a nosotros desvelar, pero que jamás deben seducirnos. ¡Oh, amigo mío! la prosperidad del crimen sólo es una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado. Aquí tenemos el ejemplo bajo nuestros ojos; las increíbles calamidades, los reveses terroríficos e ininterrumpidos de esta encantadora joven, son una advertencia que el Eterno me da para escuchar la voz de mis remordimientos y arrojarme al fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo yo temer de él, yo, a quien el libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos los principios han señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo esperar, cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error verdadero que reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora; ninguna cadena nos ata, olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un arrepentimiento eterno a abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con que me he manchado. Este espantoso golpe era necesario para mi conversión en esta vida, lo era para la dicha que me atrevo a esperar en la otra. Adiós, señor; la última señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de pesquisas para saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Corville!, os aguardo en un mundo mejor, vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las que voy a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me quedan, puedan permitirme volver a veros un día.

La señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún dinero consigo, se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el resto de sus bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde entra en las carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en ejemplo y

edificación, tanto por su elevada piedad como por la sabiduría de su mente y la regularidad de sus costumbres.

El señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su patria, los consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la dicha de los pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien, aunque ministro, y la fortuna de sus amigos.

¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la virtud; vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices, quizás un poco fuertes que nos hemos visto obligados a emplear, ojalá podáis sacar, al menos, de esta historia el mismo fruto que la señora de Lorsange! ¡Ojalá os convenzáis con ella de que la auténtica felicidad sólo está en el seno de la virtud, y que si, con unas intenciones que no nos corresponde a nosotros profundizar, Dios permite que sea perseguida en la Tierra, es para compensarla en el cielo con las más halagüeñas recompensas!



FIN
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