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Mensaje por Melita Jue Oct 11, 2012 2:23 am


—¡Peleas como un ganso!—volvía a gritar Ser Rodrik abajo, en el patio—. ¡Él te pica y tú lo picas más fuerte! ¡Para los golpes! Bloquéalos, pelear como gansos no sirve de nada. ¡Si esto fueran espadas de verdad, el primer picotazo te había cortado el brazo!—Otro de los muchachos soltó una carcajada, y el anciano caballero se volvió hacia él—. Ríete lo que quieras. Sí, tú. ¡Qué descaro! Tú, que peleas como un puerco espín...
—Hubo una vez un caballero que no veía—insistió Bran, testarudo, mientras en el patio Ser Rodrik seguía con su reprimenda—. La Vieja Tata me habló de él. Tenía un cayado largo, con hojas afiladas en los dos extremos, lo hacía girar con las manos y mataba a dos enemigos a la vez.
—Symeon Ojos de Estrella—dijo Luwin mientras anotaba cifras en un libro—. Cuando perdió los ojos, se puso zafiros estrellados en las cuencas vacías, o al menos eso dicen los bardos. No es más que un cuento, Bran, igual que las historias de Florian el Bufón. Fábulas de la Edad de los Héroes. —El maestre chasqueó la lengua—. Tienes que olvidarte de esos sueños, sólo servirán para hacerte daño.
—Anoche volví a soñar con el cuervo. —La mención de los sueños se lo había recordado—. El de los tres ojos. Entró volando en mi dormitorio y me dijo que fuera con él, y lo hice. Bajamos a las criptas. Mi padre estaba allí, y hablamos. Parecía triste.
—Y eso ¿por qué?—preguntó Luwin mientras miraba por el catalejo.
—Creo que por algo relacionado con Jon. —El sueño había sido muy inquietante, más que ninguno de los otros sueños del cuervo—. Hodor no quiere bajar a las criptas. —Bran se dio cuenta de que el maestre apenas le había prestado atención, pero en aquel momento apartó los ojos del catalejo y parpadeó.
—¿Que Hodor no quiere qué?
—Bajar a las criptas. Cuando me desperté, le dije que me llevara abajo a ver si mi padre estaba allí de verdad. Al principio no me entendió, pero hice que fuéramos hasta las escaleras y le dije: «Por ahí, por ahí», y no quiso bajar. Se quedó diciendo «Hodor», como si le diera miedo la oscuridad, ¡pero yo llevaba una antorcha! Me enfadé tanto que estuve a punto de darle un capón, como hace siempre la Vieja Tata. —Vio que el maestre fruncía el ceño—. Pero no lo hice—se apresuró a añadir.
—Bien. Hodor es un hombre, no una mula a la que se pueda apalear.
—En el sueño vuelo con el cuervo, pero cuando estoy despierto no puedo—explicó Bran.
—¿Y para qué quieres bajar a las criptas?
—Ya te lo he dicho. Para buscar a mi padre.

Los mayores eran hombres adultos, de diecisiete o dieciocho años. Uno tenía más de veinte. Pero la mayoría eran más jóvenes, de dieciséis años o menos.

Bran los observó desde la balconada en la torre del maestre Luwin, los oyó gruñir, esforzarse y maldecir mientras blandían los cayados y las espadas de madera. El patio resonaba con el chocar de la madera contra la madera, salpicado demasiado a menudo por los gritos de dolor cuando un golpe acertaba en el cuero o en la carne. Ser Rodrik cabalgaba entre los muchachos, con el rostro enrojecido bajo los bigotes blancos, dando instrucciones a todos y cada uno de ellos. Bran no recordaba haber visto nunca al viejo caballero tan indignado.

—No—decía sin parar—. No. No. No.
—No pelean demasiado bien—comentó Bran, dubitativo. Rascó distraídamente a Verano detrás de las orejas, mientras el lobo huargo arrancaba un bocado de un trozo de carne. Trituró los huesos entre los dientes.
—Desde luego—asintió el maestre Luwin con un suspiro. El maestre estaba mirando por su gran catalejo myriano, medía las sombras y anotaba la posición del cometa que se veía muy cercano en el cielo de la mañana—. Pero, en estos tiempos que corren... Ser Rodrik tiene razón, necesitamos hombres que monten guardia en la muralla. Tu señor padre se llevó a Desembarco del Rey la flor y nata de su guardia, y el resto siguieron a tu hermano, al igual que todos los muchachos aptos en leguas a la redonda. Muchos no volverán jamás, y tenemos que buscar hombres que ocupen sus lugares.

Bran miró con resentimiento a los jóvenes sudorosos del patio.

—Si tuviera bien las piernas podría derrotarlos a todos. —Recordó la última ocasión en que había tenido una espada en la mano, cuando el rey visitó Invernalia. No era más que una espada de madera, pero con ella había derribado al príncipe Tommen media docena de veces—. Ser Rodrik debería enseñarme a usar un hacha de guerra. Si tuviera un hacha de guerra con el mango muy largo, Hodor sería mis piernas. Juntos haríamos un caballero.
—No me parece... buena idea—dijo el maestre Luwin—. Bran, cuando un hombre pelea, los brazos, las piernas y la mente deben ser una sola cosa.
—Bran, mi querido muchachito—dijo el maestre mientras se tironeaba de la cadena que llevaba al cuello, como hacía siempre que se encontraba incómodo—, algún día Lord Eddard se sentará en esas piedras, junto a su padre, el padre de su padre, y todos los Stark, que se remontan a los Reyes en el Norte... pero, si los dioses son bondadosos, eso será dentro de muchos años. Tu padre es prisionero de la reina en Desembarco del Rey. No lo vas a encontrar en las criptas.

—Pero anoche estaba allí. Hablé con él.
—Eres testarudo—suspiró el maestre, al tiempo que dejaba el libro a un lado—. ¿Quieres ir a comprobarlo?
—No puedo. Hodor no quiere bajar, y las escaleras son demasiado estrechas para Bailarína.
—Me parece que ese problema sí puedo resolverlo.

En vez de llamar a Hodor, hizo que acudiera Osha, la mujer salvaje. Era alta, fuerte, nunca se quejaba y hacía lo que le decían.

—Me he pasado la vida al otro lado del Muro, un agujero en el suelo no me asusta, mis señores—dijo.
—Vamos, Verano—ordenó Bran mientras Osha lo cogía entre sus brazos fuertes y nervudos.

El lobo huargo soltó el hueso y siguió a Osha a través del patio y por las escaleras que descendían hasta la fría bóveda subterránea. El maestre Luwin iba por delante con una antorcha. A Bran ni siquiera le importaba que lo llevara en brazos, y no a la espalda. Bueno, no le importaba demasiado. Ser Rodrik había ordenado que le cortaran las cadenas a Osha, ya que desde que estaba en Invernalia los había servido fielmente. Todavía llevaba los pesados grilletes de hierro en torno a los tobillos, en señal de que la confianza en ella no era absoluta, pero las cadenas ya no limitaban sus zancadas seguras.

Bran ya no recordaba la última vez que había estado en las criptas. Había sido antes, eso seguro. Cuando era pequeño jugaba a menudo allí con Robb, con Jon y con sus hermanas.

En aquel momento deseaba con todas sus fuerzas que estuvieran con él, así la bóveda no le parecería tan oscura y aterradora. Verano, que caminaba cauteloso por la penumbra llena de ecos, se detuvo, alzó la cabeza y olisqueó el aire frío y muerto. Enseñó los dientes y retrocedió un paso. A la luz de la antorcha del maestre sus ojos tenían un brillo dorado. La propia Osha, que era dura como el hierro antiguo, parecía inquieta.

—No parecían muy alegres—dijo al ver la larga hilera de Starks de granito, en sus tronos de piedra.
—Fueron los Reyes del Invierno—susurró Bran. No sabía por qué, pero no le parecía bien hablar demasiado alto en aquel lugar.
—El invierno no tiene rey—replicó Osha con una sonrisa—. Si hubierais vivido un invierno lo sabríais, niño del verano.
—Durante miles de años fueron los Reyes en el Norte—dijo el maestre Luwin, alzando la antorcha para iluminar los rostros pétreos. Algunos eran de hombres barbudos, desgreñados, salvajes como los lobos tendidos a sus pies. Otros estaban afeitados, tenían rasgos finos y afilados como las espadas largas de hierro que sostenían sobre las rodillas—. Hombres duros para tiempos duros. Vamos.

Echó a andar con paso vivo, pasando junto a la hilera interminable de pilares de piedra y figuras talladas. Su antorcha alzada parecía dejar un rastro de fuego en el aire.

La cripta era cavernosa, más larga que la propia Invernalia, y Jon le había contado en cierta ocasión que por debajo había más niveles, otras bóvedas aún más profundas y oscuras, en las que estaban enterrados los reyes más viejos. La luz era imprescindible. Verano se negó a moverse de los escalones, ni siquiera hizo ademán de seguirlos cuando Osha fue en pos de la antorcha, con Bran en sus brazos.

—¿Recuerdas nuestra historia, Bran?—le preguntó el maestre mientras caminaban—. Cuéntale a Osha quiénes son, y qué hicieron.

Contempló los rostros junto a los que iban pasando, y recordó las antiguas leyendas. El maestre le había contado las historias, y la Vieja Tata había hecho que cobraran vida.

—Ése de ahí es Jon Stark. Cuando los asaltantes del mar desembarcaron en el este, él los expulsó y construyó el castillo de Puerto Blanco. Su hijo fue Rickard Stark, no el padre de mi padre, sino otro Rickard, éste le arrebató el Cuello al Rey del Pantano y se casó con su hija. Aquél tan delgado, el del pelo largo y la barbita, es Theon Stark. Lo llamaban «Lobo Hambriento», porque siempre estaba haciendo la guerra. Ése es un Brandon, aquél, el alto, el de los ojos soñadores. Branden el Armador, porque le gustaba mucho el mar. Su tumba está vacía. Quiso navegar hacia el oeste por el mar del Poniente, y nadie volvió a verlo jamás. Su hijo fue Brandon el Incendiario, porque de puro dolor prendió fuego a todos los barcos de su padre. Ahí está Rodrik Stark, que ganó la Isla del Oso en una competición de lucha, y la entregó a los Mormont. Y ése es Torrhen Stark, el Rey que se Arrodilló. Fue el último de los Reyes en el Norte y el primer señor de Invernalia, tras rendirse ante Aegon el Conquistador. Ah, y ése es Cregan Stark; en cierta ocasión se enfrentó al príncipe Aemon, y el Caballero Dragón dijo que era la mejor espada que había visto jamás. —Ya casi estaban terminando, y Bran sintió que la tristeza lo invadía—. Ése es mi abuelo, Lord Rickard, que fue decapitado por Aerys, el Rey Loco. Su hija Lyanna y su hijo Branden están en las tumbas contiguas. No soy yo, es otro Brandon, el hermano de mi padre. No les correspondían estatuas, son sólo para los señores y los reyes, pero mi padre los quería tanto que ordenó que las esculpieran.
—La doncella es muy hermosa—señaló Osha.
—Robert iba a casarse con ella—explicó Bran—, pero el príncipe Rhaegar la secuestró y la violó. Robert fue a la guerra para recuperarla. Mató a Rhaegar con su martillo en el Tridente, pero Lyanna murió, así que no la recuperó.
—Es una historia muy triste—dijo Osha—. Pero esos agujeros vacíos son más tristes todavía.
—Es la tumba de Lord Eddard, para cuando llegue su hora—dijo el maestre Luwin—. ¿Ahí es donde estaba tu padre en el sueño, Bran?
—Sí. —El recuerdo lo hizo estremecer. Miró a su alrededor, intranquilo, se le había erizado el vello de la nuca. ¿No había oído un ruido? ¿Había alguien allí abajo?
—Pues ya lo ves, no está aquí. —El maestre Luwin se adelantó hacia el sepulcro abierto, con la antorcha en la mano—. Ni lo estará hasta dentro de muchos años. Los sueños no son más que sueños, pequeño. —Metió el brazo en la oscuridad de la tumba, como si fuera la boca de una bestia inmensa—. ¿Ves? No hay na...

La oscuridad saltó hacia él con un gruñido aterrador.

Bran vio unos ojos que parecían fuego verde, un relámpago de colmillos, un pelaje tan negro como la tumba de la que salía. El maestre Luwin dejó escapar un grito y levantó las manos. La antorcha se le escapó de los dedos y salió volando para estrellarse contra el rostro pétreo de Brandon Stark. Cayó a los pies de la estatua y las llamas lamieron las piernas. A la luz temblorosa, vio que Luwin se debatía con el lobo huargo, golpeándole el hocico con una mano. El otro brazo estaba atrapado entre las mandíbulas del animal.

—¡Verano!—gritó Bran.

Y Verano surgió como un rayo de la oscuridad, surcó el aire de un salto tras ellos. Cayó sobre Peludo y lo derribó, y los dos lobos huargos rodaron en un torbellino de pelaje negro y gris, lanzándose mordiscos y dentelladas, mientras el maestre Luwin se incorporaba para ponerse de rodillas con dificultad, con el brazo desgarrado y ensangrentado. Osha sentó a Bran contra el lobo de piedra de Lord Rickard y corrió para auxiliar al maestre. La luz titubeante de la antorcha hacía que sombras de lobos de seis metros de altura pelearan en la pared y en el techo.

—Peludo—llamó una vocecita aguda.

Bran alzó la vista. Su hermano pequeño estaba de pie, en la entrada de la tumba de su padre.

Peludo lanzó una última dentellada a Verano y corrió al lado de Rickon.

—Deja en paz a mi padre—advirtió el pequeño a Luwin—. Déjalo en paz.
—Rickon—intervino Bran con voz amable—. Padre no está aquí.
—Sí que está. Lo he visto yo. —El rostro de Rickon estaba cubierto de lágrimas—. Lo vi anoche.
—¿Soñaste...?

Rickon asintió.

—Que lo dejen en paz. Que lo dejen en paz. Va a volver a casa, como prometió. Ya vuelve a casa.

Bran nunca había visto al maestre Luwin tan inseguro. Peludo le había desgarrado la manga y la carne del brazo, y la sangre goteaba.

—Osha, la antorcha—pidió con voz tensa de dolor. La mujer la cogió antes de que se apagara. Las piernas de la estatua de su tío estaban manchadas de hollín—. ¡Esa... esa bestia...!—siguió Luwin—. ¡Ordené que lo encadenaran en las perreras!
—Lo he soltado yo. —Rickon acarició el hocico ensangrentado de Peludo, que le lamió los dedos—. No le gustan las cadenas.
—Rickon—dijo Bran—, ¿quieres venir conmigo?
—No. Me gusta estar aquí.
—Pero está oscuro. Y hace frío.
—No tengo miedo. Quiero esperar a padre.
—Puedes esperar conmigo—insistió Bran—. Lo esperaremos todos juntos, tú, yo y los lobos. Ambos animales se estaban lamiendo las heridas, y habría que vigilarlos de cerca.
—Sé que la intención es buena, Bran—intervino el maestre con firmeza—, pero Peludo es demasiado salvaje para andar suelto. Si lo dejamos libre por el castillo, acabará por matar a alguien. Sé que es duro, pero este lobo tiene que estar encadenado, o... —Luwin titubeó. «O muerto», pensó Bran.
—No puede estar encadenado—dijo—. Esperaremos todos en tu torre.
—Imposible—replicó el maestre Luwin.
—Si mal no recuerdo, Bran es el señor—dijo Osha con una sonrisa. Tendió la antorcha a Luwin, y volvió a coger a Bran en brazos—. Vamos a la torre del maestre.
—¿Vienes, Rickon?
—Pero que venga también Peludo—dijo su hermano después de asentir, echando a andar tras Osha y Bran.

Al maestre Luwin no le quedó más remedio que seguirlos, sin dejar de echar miradas cautelosas en dirección a los lobos.

El torreón del maestre Luwin estaba tan atestado de cosas que Bran se maravillaba de que pudiera encontrar algo en medio de aquel caos. Sobre las mesas y las sillas se amontonaban los libros en precario equilibrio, en los estantes había hileras e hileras de frascos, y no había ni un mueble que no tuviera charcos de cera seca y trozos de velas a medio consumir. El catalejo myriano estaba sobre un trípode, junto a la puerta de la terraza; de las paredes colgaban diagramas con la posición de las estrellas en el cielo; por doquier había mapas, papeles, plumas y tinteros; y todo estaba lleno de excrementos de los cuervos que se posaban sobre las vigas del techo. Sus graznidos estridentes retumbaban en la estancia mientras Osha lavaba, limpiaba y vendaba las heridas del maestre, siguiendo las instrucciones tensas del propio Luwin.

—Esto es demencial—dijo el hombrecillo canoso mientras ella le untaba las mordeduras del lobo con un ungüento que parecía escocer mucho—. De acuerdo, es curioso que los dos soñarais lo mismo, pero si os paráis a pensarlo resulta natural. Echáis de menos a vuestro señor padre, y sabéis que está prisionero. El miedo puede enardecer la mente de los hombres, y hacerles concebir ideas extrañas. Rickon es demasiado pequeño para entender...
—Ya tengo cuatro años—dijo Rickon. Estaba mirando por el catalejo, apuntado en dirección a las gárgolas del Primer Torreón. Los lobos huargos estaban sentados, en extremos opuestos de la habitación redonda, concentrados en lamerse las heridas y roer sendos huesos.
—... demasiado pequeño, y... ay, por los siete infiernos, cómo escuece, no, no pares, ponme más. Iba diciendo que es demasiado pequeño, Bran, pero tú ya tienes edad para comprender que los sueños son sólo sueños.
—Unos sí y otros no. —Osha vertió leche de fuego, de color rojo claro, en un largo corte. Luwin se mordió los labios—. Los niños del bosque sabían mucho acerca de los sueños.
—Los niños... —El maestre tenía el rostro lleno de lágrimas de dolor, pero sacudió la cabeza, testarudo—. Existen ya sólo en los sueños. Ya no queda ninguno. Basta, así basta. Ahora el vendaje. Primero compresas y luego vendas, y aprieta bien, esto va a sangrar.
—La Vieja Tata dice que los niños conocían las canciones de los árboles, que podían volar como pájaros, nadar como peces y hablar con los animales—dijo Bran—. Dice que componían una música tan bella que, con sólo oírla, los hombres lloraban como bebés.
—Y todo eso gracias a la magia—dijo el maestre Luwin, distraído—. Ojalá existieran. Un hechizo me curaría el brazo sin que doliera tanto, y le podrían decir a Peludo que no mordiera a nadie.—Lanzó una mirada furiosa de reojo en dirección al lobo negro—. Quiero que comprendas esto, Bran: el hombre que confía en los hechizos, se bate en duelo con una espada de cristal. Como les pasó a los niños. Mira, quiero enseñarte una cosa. —Se levantó, cruzó la estancia, y regresó con un frasco verde en la mano sana—. Echa un vistazo. —Quitó el tapón, y sacó un puñado de puntas de flecha, negras, brillantes. Bran cogió una.
—Son de cristal.
—Es vidragón—señaló Osha, sentada junto a Luwin con las vendas en la mano mientras Rickon se acercaba con curiosidad.
—De obsidiana—dijo el maestre Luwin al tiempo que extendía el brazo herido—. Forjada en los fuegos de los dioses, en lo más profundo de la tierra. Los niños del bosque cazaban con estas armas hace miles de años. Los niños no trabajaban el metal. En lugar de cotas de mallas llevaban jubones largos de hojas entrelazadas, y se envolvían las piernas en cortezas de árbol, de manera que parecían fundirse con los bosques. En lugar de espadas llevaban cuchillos de obsidiana.
—Y todavía lo hacen. —Osha colocó compresas suaves sobre las mordeduras del antebrazo del maestre, y las vendó con largas tiras de lino.

Bran examinó de cerca la punta de flecha. El cristal negro era brillante y resbaladizo. Le pareció muy hermosa.

—¿Me puedo quedar con una?
—Como quieras—dijo el maestre.
—Yo también quiero una—dijo Rickon—. Quiero cuatro. Porque tengo cuatro años.
—Ten cuidado—le advirtió Luwin mientras hacía que las contara—, aún están muy afiladas. No te vayas a cortar.
—Hablame de los niños—dijo Bran. Le parecía un tema muy importante.
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
—Eran el pueblo de la Era del Amanecer—dijo el maestre Luwin mientras se tironeaba de la cadena del cuello—, los primeros, antes de que existieran reinos y reyes. En aquellos tiempos no había castillos ni aldeas, ni ciudades, ni siquiera había un mercado entre este lugar y el mar de Dorne. Y no había hombres. En las tierras que hoy conocemos como los Siete Reinos sólo habitaban los niños del bosque.
»Eran morenos y hermosos, de pequeña estatura, los adultos no eran más altos que nuestros niños. Vivían en las profundidades del bosque, en cuevas e islas en medio de los lagos, y en ciudades secretas de los árboles. Eran ligeros, rápidos y gráciles. Machos y hembras cazaban juntos, con arcos de arciano y trampas arrojadizas. Sus dioses eran los dioses del bosque, del arroyo, de la piedra, los antiguos dioses cuyos nombres son secretos. A sus sabios los llamaban verdevidentes, y tallaban rostros extraños en los arcianos para que vigilaran los bosques. Nadie sabe cuánto tiempo reinaron los niños, ni de dónde llegaron.
»Pero, hace unos doce mil años, aparecieron en el este los primeros hombres, cruzaron el Brazo Roto de Dorne antes de que estuviera roto, Llegaron con espadas de bronce y grandes escudos de cuero, y montaban a caballo. A este lado del mar Angosto jamás se había visto un caballo. Sin duda aquellas bestias asustaron a los niños tanto como las caras en los árboles a los primeros hombres. Empezaron a construir aldeas y granjas, y para ello talaron los rostros y los echaron al fuego. Los niños, horrorizados, fueron a la guerra. Dicen las antiguas canciones que los verdevidentes utilizaron magia negra para hacer que los mares se alzaran, barrieran la tierra, y destrozaran el Brazo, pero ya era tarde, no se podía cerrar la puerta. Las guerras prosiguieron hasta que la tierra se tornó roja con la sangre de los hombres y los niños, pero más sangre de niños que de hombres, porque los hombres eran más altos, más fuertes, y la madera y la obsidiana podían bien poco contra el bronce. Por último prevaleció la sabiduría de las dos razas, y los héroes y jefes de los primeros hombres se reunieron con los verdevidentes y los danzarines de los bosques, entre los bosques de arcianos de una isleta situada en el centro del gran lago llamado Ojo de Dioses.
»Allí fraguaron el Pacto. Los primeros hombres se quedaron con las tierras costeras, las altas llanuras y los prados luminosos, las montañas y los pantanos, pero los bosques serían para siempre de los niños, y ningún arciano se talaría en ningún lugar del reino. Para que los dioses fueran testigos, se talló una cara en cada árbol de la isla, y después se fundó la sagrada orden de los hombres verdes, para guardar la Isla de los Rostros.
»El Pacto marcó el inicio de cuatro mil años de amistad entre los hombres y los niños. Con el tiempo los primeros hombres olvidaron a sus antiguos dioses, y empezaron a adorar a los dioses secretos del bosque. La firma del Pacto puso fin a la Era del Amanecer, y marcó el comienzo de la Edad de los Héroes.

—Pero has dicho que los niños del bosque ya no existen—dijo Bran cerrando los dedos en torno a la brillante punta de flecha.
—Aquí no—dijo Osha mientras cortaba con los dientes el último trozo de venda—. Pero al norte del Muro la cosa cambia. Allí es adonde fueron los niños, y los gigantes, y las otras razas antiguas.
—Mujer, lo lógico sería que estuvieras muerta o cargada de cadenas—dijo el maestre Luwin con un suspiro—. Los Stark te han tratado con más bondad de la que mereces. No está bien que se lo pagues llenando de tonterías las cabezas de los chicos.
—Pues dime adonde fueron—insistió Bran—. Quiero saberlo.
—Y yo, y yo—apoyó Rickon.
—De acuerdo—gruñó Luwin—. Mientras los reinos de los primeros hombres resistieron, el Pacto se mantuvo en pie, abarcó la Edad de los Héroes, la Larga Noche y el nacimiento de los Siete Reinos. Pero llegó un momento, pasados ya muchos siglos, en que otros pueblos cruzaron el mar Angosto.

»Los ándalos fueron los primeros, eran una raza de guerreros altos de cabellos rubios, que llegaron con acero, con fuego y con la estrella de siete puntas de los nuevos dioses pintada en el pecho. Las guerras duraron cientos de años, pero al final los seis reinos del sur cayeron ante ellos. Sólo aquí siguieron dominando los primeros hombres, porque el Rey en el Norte derrotó a todo ejército que intentó cruzar el Cuello. Los ándalos quemaron los bosques de arcianos, talaron los rostros, asesinaron a los niños allí donde los encontraron, y proclamaron por doquier el triunfo de los Siete sobre los antiguos dioses. Así, los niños huyeron hacia el norte...

Verano empezó a aullar.

El maestre Luwin se interrumpió, sobresaltado. Entonces, Peludo se levantó y aulló a coro con su hermano, y el corazón de Bran se llenó de temor.

—Ya viene—susurró con la seguridad de la desesperación. Comprendió que lo había sabido desde la noche anterior, desde que el cuervo lo llevó a las criptas para despedirse. Lo había sabido, pero se negaba a creerlo. Deseaba que el maestre Luwin tuviera razón.

«El cuervo—pensó—, el cuervo de tres ojos.»

Los aullidos cesaron tan bruscamente como habían comenzado. Verano caminó hacia Peludo, y empezó a lamer el pelo ensangrentado del cuello de su hermano. En la ventana se oyó un revolotear de alas.

Un cuervo se posó sobre el alféizar de piedra gris, abrió el pico y lanzó un graznido ronco, áspero.

Rickon se echó a llorar. Las puntas de flecha se le fueron cayendo una por una de la mano.

Bran se acercó a él como pudo y lo abrazó.

El maestre Luwin miró al pájaro negro como si fuera un escorpión con plumas. Se levantó despacio, como un sonámbulo, y se acercó a la ventana. Silbó, y el cuervo saltó para posársele en el antebrazo vendado. Tenía sangre seca en las alas.

—Un halcón—murmuró Luwin—. O quizá un buho. Pobrecillo, es increíble que haya llegado. —Cogió la carta que llevaba atada a la pata. Empezó a desenrollar el papel. Bran se dio cuenta de que temblaba.

—¿Qué dice?—preguntó mientras abrazaba a su hermano más fuerte todavía.
—Ya sabes qué dice, chico—dijo Osha, con voz no exenta de cariño y le puso una mano en la cabeza.

El maestre Luwin alzó la vista hacia ellos, conmocionado. Era un hombre menudo, canoso, con la manga de la túnica de lana gris llena de sangre, y lágrimas en los ojos también grises.

—Mis señores—dijo a los hijos, con voz ronca, ahogada—. Tenemos... tenemos que buscar un buen escultor que conociera su rostro...
Melita
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