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EDDARD

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Mensaje por Melita Vie Jul 27, 2012 4:56 pm


La luz gris del amanecer entraba ya por la ventana cuando el sonido de los cascos de los caballos despertó a Eddard Stark de un sueño breve e inquieto. Levantó la cabeza de la mesa para mirar abajo, al patio. Los hombres de las capas color carmesí llenaban de sonidos la mañana con el chocar de las espadas y los ejercicios con muñecos rellenos de paja. Ned observó cómo Sandor Clegane galopaba sobre la tierra prensada para clavar una lanza de punta de hierro en la cabeza de un muñeco. La lona se desgarró y la paja voló por los aires entre las bromas y maldiciones de los guardias Lannister.

«¿Todo este montaje lo hacen para que yo lo vea?—se preguntó. Si era así, Cersei era todavía más estúpida de lo que le había parecido—. Maldita mujer, ¿por qué no ha huido? Le he dado una oportunidad tras otra...»

Hacía una mañana nublada y triste. Ned desayunó con sus hijas y con la septa Mordane.

Sansa, todavía desconsolada, contemplaba malhumorada los platos y se negaba a comer, pero Arya devoró a toda prisa lo que le pusieron delante.

—Syrio dice que todavía hay tiempo para una última lección antes de que embarquemos esta tarde—dijo—. ¿Me das permiso, padre? Ya tengo todas las cosas en los baúles.
—Que sea una lección corta, y que te dé tiempo a bañarte y a cambiarte. Quiero que a mediodía estés lista para partir, ¿comprendido?
—A mediodía—asintió Arya.
—Si ella puede dar una última lección de danza—dijo Sansa alzando la vista de la mesa—, ¿por qué no me dejas despedirme del príncipe Joffrey?
—Yo la acompañaría, Lord Eddard—se ofreció la septa Mordane—. Y no perderá el barco, desde luego.
—No es buena idea que veas a Joffrey ahora mismo, Sansa. Lo siento.
—Pero, ¿por qué?—A Sansa se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tu señor padre sabe qué es lo mejor para ti—dijo la septa Mordane—. No debes cuestionar sus decisiones.
—¡No es justo!—Sansa se apartó de la mesa, derribó la silla y salió llorando de la habitación. La septa se levantó, pero Ned le indicó con un gesto que se sentase.
—Deja que se vaya, septa. Intentaré que lo entienda todo cuando volvamos a estar a salvo en Invernalia.

La septa inclinó la cabeza y se sentó para terminar de desayunar.

Una hora más tarde el Gran Maestre Pycelle fue a ver a Eddard Stark en sus aposentos. Iba con los hombros caídos, como si el peso de la cadena que llevaba al cuello le resultara ya insoportable.

—Mi señor—dijo—, el rey Robert nos ha dejado. Los dioses le den descanso.
—No—replicó Ned—. Robert detestaba descansar. Los dioses le den amor y risas y la gloria de la batalla. —Era extraño, pero se sentía vacío. Había esperado la visita, pero con aquellas palabras algo murió en su interior. Habría renunciado a todos sus títulos por ser libre para llorar... pero era la Mano de Robert, y había llegado el momento que tanto temía—. Tened la bondad de convocar a los miembros del Consejo aquí, en mis habitaciones—pidió a Pycelle. La Torre de la Mano le ofrecía toda la seguridad que había podido proporcionarse con la ayuda de Tomard. En cambio no podía afirmar lo mismo de la cámara del Consejo.
—¿Cómo decís, mi señor?—preguntó Pycelle parpadeando—. Sin duda los asuntos del reino pueden esperar hasta mañana, para que no tengamos tan reciente la pena.
—Me temo que debemos reunimos de inmediato. —Ned se mostró tranquilo, pero firme.
—Como ordene la Mano. —Pycelle hizo una reverencia. Llamó a sus sirvientes y les dio instrucciones, y luego aceptó la oferta de Ned de un asiento y una copa de cerveza dulce.

Ser Barristan Selmy fue el primero en responder a la llamada. Llegó con su inmaculada capa blanca y la coraza esmaltada.

—Mis señores—dijo—, ahora mismo mi lugar está junto al joven rey. Os ruego que me disculpéis.
—Vuestro lugar está aquí, Ser Barristan—le dijo Ned.

Meñique fue el siguiente, vestía aún las ropas de terciopelo azul y la capa plateada con sinsontes de la noche anterior, aunque tenía las botas sucias de polvo.

—Mis señores—dijo, sonriendo aunque sin dirigirse a nadie en concreto. Se volvió hacia Ned—. Ya se ha llevado a cabo el asuntillo que me encargasteis, Lord Eddard.

Varys entró con una vaharada a lavanda, recién bañado, con el rostro regordete rosado y empolvado. Sus zapatillas apenas hacían ruido al caminar.

—Los pajarillos cantan hoy una canción triste—dijo al tiempo que se sentaba—. El reino llora. ¿Comenzamos?
—En cuanto llegue Lord Renly—respondió Ned.
—Mucho me temo que Lord Renly ha salido de la ciudad—dijo Varys dirigiéndole una mirada apenada.
—¿Que ha salido de la ciudad?—Ned había contado con el apoyo de Renly.
—Se marchó por una poterna una hora antes del amanecer, acompañado por ser Loras Tyrell y unos cincuenta hombres—dijo Varys—. La última vez que los vieron cabalgaban hacia el sur con cierta prisa. Su destino es sin duda Bastión de Tormentas, o bien Altojardín.

«Adiós a Renly y a sus cien espadas.» A Ned no le gustaba el cariz que estaba tomando aquello, pero no podía hacer nada. Sacó la última carta de Robert.

—El rey me llamó anoche y me ordenó que tomara nota de sus últimas palabras. Lord Renly y el Gran Maestre Pycelle sirvieron de testigos, y el propio Robert selló la carta, para que se abriera ante el Consejo después de su muerte. Ser Barristan, si sois tan amable...

El Lord Comandante de la Guardia Real examinó el documento.

—Es el sello del rey Robert, y está intacto. —Abrió la carta y la leyó—. Aquí dice que se nombra a Lord Eddard Stark Protector del Reino, y que actuará como regente hasta que el heredero alcance la mayoría de edad.

«Lo que pasa es que ya es mayor de edad», reflexionó Ned para sus adentros. Pero no dijo nada en voz alta. No confiaba en Pycelle ni en Varys, y el honor de Ser Barristan lo obligaba a proteger y defender al muchacho al que consideraba su nuevo rey. El anciano caballero no abandonaría fácilmente a Joffrey. El sabor del engaño le dejaba un regusto amargo en la boca, pero Ned sabía que debía proceder con suma cautela, mantener unido el Consejo y seguir el juego hasta que estuviera firmemente establecido como regente. Ya habría tiempo de sobra para enfrentarse al tema de la sucesión cuando Arya y Sansa estuvieran a salvo en Invernalia, y Lord Stannis llegara a Desembarco del Rey con todos sus hombres.

—Quiero pedir a este Consejo que me confirme como Lord Protector, cumpliendo los deseos de Robert—dijo Ned. Observó sus rostros, sin dejar de preguntarse qué pensamientos ocultaban los ojos entrecerrados de Pycelle, la sonrisita perezosa de Meñique y el nervioso aleteo de los dedos de Varys.

La puerta se abrió de repente. Tom el Gordo entró en la estancia. —Perdonad, mis señores, el mayordomo del rey insiste en...

El mayordomo real entró e hizo una reverencia.

—Señores, el rey exige que su Consejo Privado se presente de inmediato en el salón del trono.
—El rey ha muerto—dijo Ned. Había dado por supuesto que Cersei actuaría con rapidez. La llamada no lo sorprendió—, pero iremos con vos, de todos modos. Tom, prepara una escolta, por favor.

Meñique ofreció el brazo a Ned para ayudarlo a bajar por las escaleras. Varys, Pycelle y Ser Barristan los siguieron de cerca. Junto a la entrada de la torre los esperaba una doble columna de hombres armados, ocho en total, con cotas de mallas y yelmos de acero. El viento agitó las capas grises de los guardias cuando cruzaron el patio. Por ningún lado se divisaba el escarlata de los Lannister, pero Ned se tranquilizó al ver el gran número de capas doradas que había junto a las murallas y en las puertas.

Janos Slynt los recibió en la puerta del salón del trono, con armadura ornamentada en oro y negro, y el yelmo con cresta bajo un brazo. El comandante hizo una reverencia rígida. Sus hombres abrieron las grandes puertas de roble, de seis metros de altura y con refuerzos de bronce.

El mayordomo real los precedió hacia el interior.

—Salve Su Alteza—entonó—, Joffrey de las Casas Baratheon y Lannister, el primero de su nombre, rey de los ándalos y los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino.

Había un largo tramo hasta el otro extremo del salón, donde Joffrey aguardaba sentado en el Trono de Hierro. Ned, apoyado en Meñique, cojeó hacia el muchacho que decía ser el rey. Los demás lo siguieron. La primera vez que había recorrido aquel trayecto lo hizo a caballo, con la espada en la mano, y los dragones de los Targaryen vieron desde las paredes cómo obligaba a Jaime Lannister a bajarse del trono. Se preguntó si le costaría igual de poco hacer descender a Joffrey.

Cinco caballeros de la Guardia Real, todos excepto Ser Jaime y Ser Barristan, se encontraban al pie del trono, dispuestos en forma de media luna. Llevaban la armadura completa, acero esmaltado del yelmo a los talones, largas capas blancas sobre los hombros y escudos blancos brillantes en los brazos izquierdos. Cersei Lannister y sus dos hijos pequeños estaban de pie entre Ser Boros y Ser Meryn. La reina llevaba una túnica de seda verde mar, con un ribete de encaje de Myr, tenue como la espuma. Llevaba en el dedo un anillo de oro con una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma, a juego con la diadema que lucía en la cabeza.

Por encima de ellos estaba el príncipe Joffrey, sentado entre las púas y salientes, con un jubón de hilo de oro y una capa de satén rojo. Sandor Clegane se encontraba al pie de los estrechos peldaños que llevaban al trono. Llevaba cota de mallas, coraza color gris ceniza y su yelmo en forma de cabeza de perro.

Detrás del trono se encontraban veinte guardias Lannister, cada uno con una espada colgada del cinturón. Llevaban capas color carmesí, y leones de acero en los yelmos. Pero Meñique había cumplido su promesa: a lo largo de las paredes, junto a los tapices de Robert con sus escenas de caza y batalla, los capas doradas que eran la Guardia de la Ciudad estaban firmes, cada uno con una lanza de dos metros y medio en la mano, todas con punta de hierro negro. Superaban a los Lannister en proporción de cinco a uno.

Cuando llegó al final, la pierna de Ned era una llamarada de dolor. Mantuvo una mano sobre el hombro de Meñique para ayudarse a soportar su peso.

Joffrey se levantó. La capa de satén rojo tenía un bordado en hilo de oro, cincuenta leones rugientes a un lado, cincuenta venados corveteando al otro.

—Ordeno al Consejo que haga todos los preparativos para mi coronación—proclamó el niño—. Deseo ser coronado antes de quince días. Hoy aceptaré los juramentos y la lealtad de mis fieles consejeros.
—Lord Varys, tened la bondad de mostrar esto a mi señora de Lannister—dijo Ned sacando la carta de Robert.

El eunuco llevó la carta a Cersei. La reina le echó un vistazo.

—Protector del Reino—leyó—. ¿Y esto es vuestro escudo, mi señor? ¿Un trozo de papel?— Rompió la carta en dos, luego en cuatro y dejó caer los pedazos al suelo.
—Eran las palabras del rey—dijo Ser Barristan, conmocionado.
—Ahora tenemos un nuevo rey—replicó Cersei Lannister—. Lord Eddard, la última vez que hablamos me disteis un consejo. Quiero devolveros el favor. Doblad la rodilla, mi señor. Doblad la rodilla y jurad lealtad a mi hijo, y permitiremos que abandonéis el cargo de Mano y viváis el resto de vuestros días en ese desierto gris al que consideráis vuestro hogar.
—Ojalá pudiera—replicó Ned, sombrío. Si Cersei estaba decidida a forzar la situación en aquel mismo momento, a él no le quedaba elección—. Vuestro hijo no tiene derecho al trono que ocupa. Lord Stannis es el auténtico heredero de Robert.
—¡Mientes!—gritó Joffrey, con el rostro congestionado.
—Madre, ¿qué quiere decir?—preguntó la princesa Myrcella a la reina—. ¿Joff no es el rey ahora?
—Vuestras palabras os condenan, Lord Stark—dijo Cersei Lannister—. Ser Barristan, apresad a ese traidor.

El Lord Comandante de la Guardia Real titubeó. En un abrir y cerrar de ojos se vio rodeado por guardias Stark, todos con el acero desnudo en sus puños enguantados.

—Y ahora la traición pasa de las palabras a los hechos—siguió Cersei—. ¿Acaso pensáis que Ser Barristan está solo, mi señor?

Con un ominoso sonido de metal contra metal, el Perro desenvainó su espada. Los caballeros de la Guardia Real y veinte guardias Lannister con capas carmesí se pusieron a su lado.

—¡Matadlo!—ordenó el niño rey desde el Trono de Hierro—. ¡Matadlos a todos, os lo ordeno!
—No me dejáis elección—dijo Ned a Cersei Lannister. Se volvió hacia Ser Janos Slynt—. Comandante, poned bajo custodia a la reina y a sus hijos. No les causéis el menor daño, pero escoltadlos a las habitaciones reales y mantenedlos allí, vigilados.
—¡Hombres de la Guardia!—gritó Janos Slynt al tiempo que se ponía el yelmo. Cien capas doradas esgrimieron las lanzas y se acercaron.
—No quiero que haya derramamiento de sangre—dijo Ned a la reina—. Ordenad a vuestros hombres que depongan las espadas, y no hará falta...

Con un movimiento rápido, brusco, el capa dorada más cercano le clavó la lanza a Tomard por la espalda. El acero de Tom el Gordo cayó de entre los dedos inertes, al tiempo que una punta roja y húmeda le afloraba entre las costillas y le perforaba la cota de mallas. Estaba muerto antes de que su espada llegara al suelo.

El grito de Ned llegó demasiado tarde. El propio Janos Slynt le cortó la garganta a Varly. Cayn giró con el acero en la mano, hizo retroceder al guardia más cercano con una serie de estocadas, y por un instante pareció que lograría abrirse camino. En aquel momento, el Perro cayó sobre él. El primer golpe de Sandor Clegane le cortó la mano de la espada por la muñeca. El segundo lo hizo caer de rodillas y lo abrió del hombro al esternón.

Mientras sus hombres morían en torno a él, Meñique sacó la daga de Ned de su funda y se la puso bajo la barbilla. Esbozó una sonrisa de disculpa.

—Os lo advertí. Os advertí que no confiarais en mí.
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