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Capítulo 2

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Mensaje por Melita Sáb Mayo 12, 2012 11:49 pm

Una vez estaba escondida en la rama de un árbol, esperando inmóvil a que apareciese una presa, cuando me quedé dormida y caí al suelo de espaldas desde una altura de tres metros. Fue como si el impacto me dejase sin una chispa de aire en los pulmones, y allí me quedé, luchando por inspirar, por espirar, por lo que fuera.

Así me siento ahora. Intento recordar cómo respirar, no puedo hablar y estoy completamente aturdida, mientras el nombre me rebota en las paredes del cráneo. Alguien me coge del brazo, un chico de la Veta, y creo que quizá haya empezado a caerme y él me haya sujetado.
Tiene que haber un error, esto no puede estar pasando. ¡Prim sólo tenía un boleto entre miles! Sus posibilidades de salir elegida eran tan remotas que ni siquiera me había molestado en preocuparme por ella. ¿Acaso no había hecho todo lo posible? ¿No había cogido yo las
teselas y le había impedido hacer lo mismo? Una sola papeleta, una entre miles. La suerte estaba de su parte, del todo, pero no había servido de nada.
En algún punto lejano, oigo a la multitud murmurar con tristeza, como hace siempre que sale elegido un chico de doce años; a nadie le parece justo. Entonces la veo, con la cara pálida, dando pasitos hacia el escenario, pasando a mi lado, y veo que la blusa se le ha vuelto a salir de la falda por detrás. Es ese detalle, la blusa que forma una colita de pato, lo que me hace volver a la realidad.
--¡Prim! --El grito estrangulado me sale de la garganta y los músculos vuelven a reaccionar--. ¡Prim!
No me hace falta apartar a la gente, porque los otros chicos me abren paso de inmediato y crean un pasillo directo al escenario. Llego a ella justo cuando está a punto de subir los escalones y la empujo detrás de mí.
--¡Me presento voluntaria! --grito, con voz ahogada--. ¡Me presento voluntaria como tributo!
En el escenario se produce una pequeña conmoción. El Distrito 12 no envía voluntarios desde hace décadas, y el protocolo está un poco oxidado. La regla es que, cuando se saca el nombre de un tributo de la bola, otro chico en edad elegible, si se trata de un chico, u otra chica, si se trata de una chica, puede ofrecerse a ocupar su lugar. En algunos distritos en los que ganar la cosecha se considera un gran honor y la gente está deseando arriesgar la vida, presentarse voluntario es complicado. Sin embargo, en el Distrito 12, donde la palabra tributo y la palabra cadáver son prácticamente sinónimas, los voluntarios han desaparecido casi por completo.
--¡Espléndido! --exclama Effie Trinket--. Pero creo que queda el pequeño detalle de presentar a la ganadora de la cosecha y después pedir voluntarios, y, si aparece uno, entonces... --deja la frase en el aire, insegura.
--¿Qué más da? --interviene el alcalde. Está mirándome con expresión de dolor. Aunque, en realidad, no me conoce, hay un pequeño punto de contacto: soy la chica que le lleva las fresas; la chica con la que puede que su hija haya hablado alguna que otra vez; la chica que, hace cinco años, abrazada a su madre y a su hermana pequeña, recibió de sus manos la medalla al valor. Una medalla por su padre, vaporizado en las minas. ¿Se acordará?--. ¿Qué más da?
--repite, en tono brusco--. Deja que suba.
Prim está gritando como una histérica detrás de mí, me rodea con sus delgados bracitos como si fuese un torno.
--¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedes ir!
--Prim, suéltame --digo con dureza, porque la situación me altera y no quiero llorar. Cuando emitan la repetición de la cosecha esta noche, todos tomarán nota de mis lágrimas y me marcarán como un objetivo fácil. Una enclenque. No les daré esa satisfacción--.
¡Suéltame!
Noto que alguien tira de ella por detrás, así que me vuelvo y veo a
Gale, que levanta a Prim del suelo, mientras ella forcejea en el aire.
--Arriba, Catnip --me dice, intentando que no le falle la voz; después se lleva a Prim con mi madre. Yo me armo de valor y subo los escalones.
--¡Bueno, bravo! --exclama Effie Trinket, llena de entusiasmo--.
¡Éste es el espíritu de los Juegos! --Está encantada de ver por fin un poco de acción en su distrito--. ¿Cómo te llamas?
--Katniss Everdeen --respondo, después de tragar saliva.
--Me apuesto los calcetines a que era tu hermana. No querías que te robase la gloria, ¿verdad? ¡Vamos a darle un gran aplauso a nuestro último tributo! --canturrea Effie Trinket.
La gente del Distrito 12 siempre podrá sentirse orgullosa de su
reacción: nadie aplaude, ni siquiera los que llevan las papeletas de las apuestas, a los que ya no les importa nada. Seguramente es porque me conocen del Quemador o porque conocían a mi padre, o porque han hablado con Prim y a ella es inevitable quererla. Así que, en vez de un aplauso de reconocimiento, me quedo donde estoy, sin moverme, mientras ellos expresan su desacuerdo de la forma más valiente que saben: el silencio. Un silencio que significa que no estamos de acuerdo, que no lo aprobamos, que todo esto está mal.
Entonces pasa algo inesperado; al menos, yo no lo espero, porque no creo que el Distrito 12 sea un lugar que se preocupe por mí. Sin embargo, algo ha cambiado desde que subí al escenario para ocupar el lugar de Prim, y ahora parece que me he convertido en alguien amado. Primero una persona, después otra y, al final, casi todos los que se encuentran en la multitud se llevan los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después me señalan con ellos. Es un gesto antiguo (y rara vez usado) de nuestro distrito que a veces se ve en los funerales; es un gesto de dar gracias, de admiración, de despedida a un ser querido.
Ahora sí corro el peligro de llorar, pero, por suerte, Haymitch escoge este preciso momento para acercarse dando traspiés por el escenario y felicitarme.
--¡Miradla, miradla bien! --brama, pasándome un brazo sobre los hombros. Tiene una fuerza sorprendente para estar tan hecho pedazos--. ¡Me gusta! --El aliento le huele a licor y hace bastante tiempo que no se baña--. Mucho... --No le sale la palabra durante un rato--. ¡Coraje! --exclama, triunfal--. ¡Más que vosotros! --Me suelta y se dirige a la parte delantera del escenario--. ¡Más que vosotros!
--grita, señalando directamente a la cámara.
¿Se refiere a la audiencia o está tan borracho que es capaz de meterse con el Capitolio? Nunca lo sabré, porque, justo cuando abre la boca para seguir, Haymitch se cae del escenario y pierde la conciencia.
Es un asco de hombre, pero me siento agradecida porque, con todas las cámaras fijas en él, tengo el tiempo suficiente para dejar escapar el ruidito ahogado que me bloquea la garganta y recuperarme.
Pongo las manos detrás de la espalda y miro hacia adelante. Veo las colinas que escalé esta mañana con Gale y, por un momento, añoro algo..., la idea de irnos del distrito..., de vivir en los bosques. Sin embargo sé que hice lo correcto al no huir, porque ¿quién si no se habría presentado voluntario en lugar de Prim?
A Haymitch se lo llevan en una camilla y Effie Trinket intenta volver a poner el espectáculo en marcha.
--¡Qué día tan emocionante! --exclama, mientras manosea su peluca para ponerla en su sitio, ya que se ha torcido notablemente hacia la derecha--. ¡Pero todavía queda más emoción! ¡Ha llegado el momento de elegir a nuestro tributo masculino! --Con la clara intención de contener la precaria situación de su pelo, avanza hacia la bola de los chicos con una mano en la cabeza; después coge la primera papeleta que se encuentra, vuelve rápidamente al podio y yo ni siquiera tengo tiempo para desear que no lea el nombre de Gale--. Peeta Mellark.
¡Peeta Mellark!
«Oh, no --pienso--. Él no.»
Porque reconozco su nombre, aunque nunca he hablado directamente con él. Peeta Mellark.
No, sin duda hoy la suerte no está de mi parte.
Lo observo avanzar hacia el escenario; altura media, bajo y fornido, cabello rubio ceniza que le cae en ondas sobre la frente. En la cara se le nota la conmoción del momento, se ve que lucha por guardarse sus emociones, pero en sus ojos azules constato la alarma que tan a menudo encuentro en mis presas. De todos modos, sube con paso firme al escenario y ocupa su lugar.
Effie Trinket pide voluntarios; nadie da un paso adelante. Sé que tiene dos hermanos mayores, los he visto en la panadería, aunque seguramente a uno se le haya pasado la edad para ofrecerse voluntario, y el otro no lo hará. Es lo normal. El amor fraternal tiene sus límites para casi todo el mundo en el día de la cosecha. Lo que he hecho yo es algo radical.
El alcalde empieza a leer el largo y aburrido Tratado de la Traición, como hace todos los años en este momento (es obligatorio), pero no escucho ni una palabra.
«¿Por qué él?», pienso. Después intento convencerme de que no importa, de que Peeta Mellark y yo no somos amigos, ni siquiera somos vecinos y nunca hablamos. Nuestra única interacción real sucedió hace muchos años, y seguro que él ya la ha olvidado; sin embargo, yo no, y sé que nunca lo haré.

Fue durante la peor época posible. Mi padre había muerto en un accidente minero hacía tres meses, en el enero más frío que se recordaba. Ya había pasado el entumecimiento causado por la pérdida, y el dolor me atacaba de repente, hacía que me doblase y que los sollozos me estremeciesen. «¿Dónde estás? --gritaba una voz en mi interior--. ¿Adónde has ido?» Por supuesto, nunca recibí respuesta.

El distrito nos había concedido una pequeña suma de dinero como compensación por su muerte, lo bastante para un mes de luto, después del cual mi madre habría tenido que conseguir un trabajo. El problema fue que no lo hizo. Se limitaba a quedarse sentada en una silla o, lo más habitual, acurrucada debajo de las mantas de la cama, con la mirada perdida. De vez en cuando se movía, se levantaba como si la empujase alguna urgencia, para después quedarse de nuevo inmóvil. No le afectaban las súplicas constantes de Prim.
Yo estaba aterrada. Aunque ahora supongo que mi madre se había encerrado en una especie de oscuro mundo de tristeza, en aquel momento sólo sabía que había perdido a un padre y a una madre. A los once años, con una hermana de siete, me convertí en la cabeza de familia; no había alternativa. Compraba comida en el mercado, la cocinaba como podía, e intentaba que Prim y yo estuviésemos presentables porque, si se hacía público que mi madre ya no podía cuidarnos, nos habrían enviado al orfanato de la comunidad. Había crecido viendo a aquellos chicos en el colegio: la tristeza, las marcas de bofetadas en la cara, la desesperación que les hundía los hombros. No podía dejar que le pasara a Prim, a la dulce y diminuta Prim, que lloraba cuando yo lloraba sin tan siquiera saber la razón, que cepillaba y trenzaba el cabello de mi madre antes de irnos al colegio, que seguía limpiando el espejo de afeitarse de mi padre todas las noches porque odiaba la capa de polvo de carbón que siempre cubría la Veta. El orfanato la habría aplastado como a un gusano, así que mantuve en secreto nuestras dificultades.
Al final, el dinero voló y empezamos a morirnos de hambre poco a poco. No hay otra forma de describirlo. No dejaba de decirme que todo
iría bien si podía aguantar hasta mayo, sólo hasta el ocho de mayo, porque entonces cumpliría doce años, y podría pedir las teselas y conseguir aquella valiosa cantidad de cereales y aceite que serviría para alimentarnos. El problema era que quedaban varias semanas y cabía la posibilidad de que no llegáramos vivas.
Morirse de hambre no era algo infrecuente en el Distrito 12.
¿Quién no ha visto a las víctimas? Ancianos que no pueden trabajar; niños de una familia con demasiadas bocas que alimentar; los heridos en las minas. Todos se arrastran por las calles y, un día, te encuentras con uno de ellos sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared o tirado en la Pradera, u oyes gemidos en una casa y los agentes de la paz acuden a llevarse el cadáver. El hambre nunca es la causa oficial de la muerte: siempre se trata de pulmonía, congelación o neumonía, pero eso no engaña a nadie.
La tarde de mi encuentro con Peeta Mellark, la lluvia caía en implacables mantas de agua helada. Había estado en la ciudad intentando cambiar algunas ropas viejas de bebé de Prim en el mercado público, sin mucho éxito. Aunque había ido varias veces al Quemador con mi padre, me asustaba demasiado aventurarme sola en aquel lugar duro y mugriento. La lluvia había empapado la chaqueta de cazador de mi padre que llevaba puesta, y yo estaba muerta de frío. Llevábamos tres días comiendo agua hervida con algunas hojas de menta seca que había encontrado en el fondo de un armario; cuando cerró el mercado, temblaba tanto que se me cayó la ropa de bebé en un charco lleno de barro, pero no la recogí porque temía que, si me agachaba, no podría volver a levantarme. Además, nadie quería la ropa.
No podía volver a casa; allí estaban mi madre, con sus ojos sin vida, y mi hermana pequeña, con sus mejillas huecas y sus labios cuarteados. No podía entrar sin esperanza alguna en aquella habitación llena de humo por culpa de las ramas húmedas que había cogido al borde del bosque cuando se nos acabó el carbón para la chimenea.
Me encontré dando tumbos por una calle embarrada, detrás de las tiendas que servían a la gente más acomodada de la ciudad. Los comerciantes vivían sobre sus negocios, así que, básicamente, estaba en sus patios. Recuerdo las siluetas de los arriates sin plantar que esperaban al verano, de las cabras en un establo, de un perro empapado atado a un poste, hundido y derrotado en el lodo.
En el Distrito 12 están prohibidos todos los tipos de robo, que se
castigan con la muerte. A pesar de eso, se me pasó por la cabeza que quizás encontrara algo en los cubos de basura, ya que para esos había vía libre. Puede que un hueso en la carnicería o verduras podridas en la verdulería, algo que nadie salvo mi desesperada familia estuviese dispuesto a comer. Por desgracia, acababan de vaciar los cubos.
Cuando pasé junto a la panadería, el olor a pan recién hecho era tan intenso que me mareé. Los hornos estaban en la parte de atrás y de la puerta abierta de la cocina surgía un resplandor dorado. Me quedé allí, hipnotizada por el calor y el exquisito olor, hasta que la lluvia interfirió y me metió sus dedos helados por la espalda, obligándome a volver a la realidad. Levanté la tapa del cubo de basura de la panadería, y lo encontré completa e inhumanamente vacío.



De repente, alguien empezó a gritarme y, al levantar la cabeza, vi a la mujer del panadero diciéndome que me largara, que si quería que llamase a los agentes de la paz y que estaba harta de que los mocosos de la Veta escarbaran en su basura. Las palabras eran feas y yo no tenía defensa. Mientras ponía con cuidado la tapa en su sitio y retrocedía, lo vi: un chico de pelo rubio asomándose por detrás de su madre. Lo había visto en el colegio, estaba en mi curso, aunque no sabía su nombre. Se juntaba con los chicos de la ciudad, así que
¿cómo iba a saberlo? Su madre entró en la panadería, gruñendo, pero él tuvo que haber estado observando cómo me alejaba por detrás de la pocilga en la que tenían su cerdo y cómo me apoyaba en el otro lado de un viejo manzano. Por fin me daba cuenta de que no tenía nada que llevar a casa. Me cedieron las rodillas y me dejé caer por el tronco del árbol hasta dar con las raíces. Era demasiado, estaba demasiado enferma, débil y cansada, muy cansada.
«Que llamen a los agentes de la paz y nos lleven al orfanato --pensé--. O, mejor todavía, que me muera aquí mismo, bajo la lluvia.» Oí un estrépito en la panadería, los gritos de la mujer de nuevo y el sonido de un golpe, y me pregunté vagamente qué estaría pasando. Unos pies se arrastraban por el lodo hacia mí y pensé: «Es ella, ha venido a echarme con un palo».
Pero no era ella, era el chico, y en los brazos llevaba dos enormes panes que debían de haberse caído al fuego, porque la corteza estaba ennegrecida.
Su madre le chillaba: «¡Dáselo al cerdo, crío estúpido! ¿Por qué no? ¡Ninguna persona decente va a comprarme el pan quemado!».
El chico empezó a arrancar las partes quemadas y a tirarlas al comedero; entonces sonó la campanilla de la puerta de la tienda y su madre desapareció en el interior, para atender al cliente.
El chico ni siquiera me miró, aunque yo sí lo miraba a él, por el pan y por el verdugón rojo que le habían dejado en la mejilla. ¿Con qué lo habría golpeado su madre? Mis padres nunca nos pegaban, ni siquiera podía imaginármelo. El chico le echó un vistazo a la panadería, como para comprobar si había moros en la costa, y después, de nuevo atento al cerdo, tiró uno de los panes en mi dirección. El segundo lo siguió poco después y, acto seguido, el muchacho volvió a la panadería arrastrando los pies y cerró la puerta con fuerza.
Me quedé mirando el pan sin poder creérmelo. Eran panes buenos, perfectos en realidad, salvo por las zonas quemadas. ¿Quería que me los llevase yo? Seguro, porque los tenía a mis pies. Antes de que nadie pudiese ver lo que había pasado, me metí los panes debajo de la camisa, me tapé bien con la chaqueta de cazador y me alejé corriendo. Aunque el calor del pan me quemaba la piel, los agarré con más fuerza, aferrándome a la vida.
Cuando llegué a casa, las hogazas se habían enfriado un poco, pero por dentro seguían calentitas. Las solté en la mesa y las manos de Prim se apresuraron a coger un trozo; sin embargo, la hice sentarse, obligué a mi madre a unirse a nosotras en la mesa y serví unas tazas de té caliente. Raspé la parte quemada del pan y lo corté en rebanadas. Nos comimos uno entero, rebanada a rebanada; era un pan bueno y sustancioso, con pasas y nueces.
Puse mi ropa a secar junto a la chimenea, me metí en la cama y disfruté de una noche sin sueños. Hasta el día siguiente no se me ocurrió la posibilidad de que el chico quemara el pan a propósito. Quizá hubiera soltado las hogazas en las llamas, sabiendo que lo castigarían, para poder dármelas. Sin embargo, lo descarté, seguro que se trataba de un accidente. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera me conocía. En cualquier caso, el simple gesto de tirarme el pan fue un acto de enorme amabilidad con el que se habría ganado una paliza de haber sido descubierto. No podía explicarme sus motivos.
Comimos pan para desayunar y fuimos al colegio. Fue como si la primavera hubiese llegado de la noche a la mañana: el aire era dulce y
cálido, y había nubes esponjosas. En clase, pasé junto al chico por el pasillo, y vi que se le había hinchado la mejilla y tenía el ojo morado. Estaba con sus amigos y no me hizo caso, pero cuando recogí a Prim para volver a casa por la tarde, lo descubrí mirándome desde el otro lado del patio. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo; después, él volvió la cabeza. Yo bajé la vista, avergonzada, y entonces lo vi: el primer diente de león del año. Se me encendió una bombilla en la cabeza, pensé en las horas pasadas en los bosques con mi padre y supe cómo íbamos a sobrevivir.

Hasta el día de hoy, no he sido capaz de romper la conexión entre este chico, Peeta Mellark, el pan que me dio esperanza y el diente de león que me recordó que no estaba condenada. Más de una vez me he vuelto en el pasillo del colegio y me he encontrado con sus ojos clavados en mí, aunque él siempre aparta la vista rápidamente. Siento como si le debiese algo, y odio deberle cosas a la gente. Quizá debería haberle dado las gracias en algún momento, porque así me sentiría menos confusa. Lo pensé un par de veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno, y ya nunca lo será, porque nos van a lanzar a un campo de batalla en el que tendremos que luchar a muerte. ¿Cómo voy a darle las gracias allí? La verdad es que no sonaría sincero, teniendo en cuenta que estaré intentando cortarle el cuello.
El alcalde termina de leer el lúgubre Tratado de la Traición, y nos indica a Peeta y a mí que nos demos la mano. La suya es consistente y cálida, igual que aquellas hogazas de pan. Me mira a los ojos y me aprieta la mano, como para darme ánimos, aunque quizá no sea más
que un espasmo nervioso.
Nos volvemos para mirar a la multitud, mientras suena el himno de Panem.
«En fin --pienso--. Hay veinticuatro chicos, sería mala suerte que tuviese que matarlo yo.»
Aunque, últimamente, no hay quien se fíe de la suerte.
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