Capítulo 5
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Capítulo 5
¡Ras! Aprieto los dientes mientras Venia, una mujer de pelo color turquesa y tatuajes dorados sobre las cejas, me arranca una tira de tela de la pierna, llevándose con ella el pelo que había debajo.
--¡Lo siento! --canturrea con su estúpido acento del Capitolio--.
¡Es que tienes mucho pelo!
¿Por qué habla esta gente con un tono tan agudo? ¿Por qué apenas abren la boca para hablar? ¿Por qué acaban todas las frases con la misma entonación que se usa para preguntar? Vocales extrañas, palabras recortadas y un siseo cada vez que pronuncian la letra ese... Por eso a todo el mundo se le pega su acento, claro.
Venia intenta demostrar su comprensión.
--Pero tengo buenas noticias: éste es el último. ¿Lista?
Me agarro a los bordes de la mesa en la que estoy sentada y asiento con la cabeza. Ella arranca de un doloroso tirón la última zona de pelo de mi pierna izquierda.
Llevo más de tres horas en el Centro de Renovación y todavía no conozco a mi estilista. Al parecer, no está interesado en verme hasta
que Venia y los demás miembros de mi equipo de preparación no se
hayan ocupado de algunos problemas obvios, lo que incluye restregarme el cuerpo con una espuma arenosa que no sólo me ha quitado la suciedad, sino también unas tres capas de piel, darle uniformidad a mis uñas y, sobre todo, librarse de mi vello corporal. Piernas, brazos, torso, axilas y parte de mis cejas se han quedado sin un solo pelo, así que parezco un pájaro desplumado, listo para asar. No me gusta, tengo la piel irritada, me pica y la siento muy vulnerable.
Sin embargo, he cumplido mi parte del trato que hicimos con Haymitch y no he puesto ni una objeción.
--Lo estás haciendo muy bien --dice un tipo que se llama Flavius.
Agita sus tirabuzones naranjas y me aplica una capa de pintalabios morado--. Si hay algo que no aguantamos es a los lloricas.
¡Embadurnadla!
Venia y Octavia, una mujer regordeta con todo el cuerpo teñido de verde guisante claro, me dan un masaje con una loción que primero pica y después me calma la piel. Acto seguido me levantan de la mesa y me quitan la fina bata que me han permitido vestir de vez en cuando. Me quedo aquí, completamente desnuda, mientras los tres me rodean y utilizan las pinzas para eliminar hasta el último rastro de pelo. Sé que debería sentir vergüenza, pero me parecen tan poco humanos que es como si tuviese a un trío de extraños pájaros de colores picoteando el suelo alrededor de mis pies.
Los tres dan un paso atrás y admiran su trabajo.
--¡Excelente! ¡Ya casi pareces un ser humano! --exclama Flavius, y todos se ríen.
--Gracias --respondo con dulzura, obligándome a sonreír para demostrarles lo agradecida que estoy--. En el Distrito 12 no tenemos
muchas razones para arreglarnos.
--Claro que no, ¡pobre criatura! --dice Octavia, juntando las manos, consternada. Creo que me los he ganado con mi respuesta.
--Pero no te preocupes --añade Venia--. Cuando Cinna acabe
contigo, ¡vas a estar absolutamente divina!
--¡Te lo prometemos! ¿Sabes? Ahora que nos hemos librado de tanto pelo y porquería, ¡no estás tan horrible, ni mucho menos!
--afirma Flavius, para animarme--. ¡Vamos a llamar a Cinna!
Salen disparados del cuarto. Los miembros del equipo de preparación son tan bobos que me resulta difícil odiarlos. Sin embargo, curiosamente, sé que son sinceros en su intento por ayudarme.
Miro las paredes y el suelo, todo tan frío y blanco, y resisto el impulso de recuperar la bata. Sé que este Cinna, mi estilista, hará que me la quite en cuanto llegue, así que me llevo las manos al cabello, la
única zona que mi equipo tenía órdenes de respetar. Me acaricio las
trenzas de seda que mi madre ha colocado tan bien. Mi madre; me he dejado su vestido azul y sus zapatos en el suelo del vagón, no se me ocurrió recogerlos ni intentar aferrarme a algo suyo, de casa. Ahora me arrepiento.
La puerta se abre y entra un joven que debe de ser Cinna. Me sorprende lo normal que parece; casi todos los estilistas a los que entrevistan en la tele están tan teñidos, pintados y alterados quirúrgicamente que resultan grotescos, pero Cinna lleva el pelo corto y, en apariencia, de su color castaño natural. Viste camisa y pantalones negros sencillos, y la única concesión a las modificaciones de aspecto parece ser un delineador de ojos dorado aplicado con generosidad. Resalta las motas doradas de sus ojos verdes y, a pesar del asco que me producen el Capitolio y sus horrendas modas, no puedo evitar pensar que lo hace muy atractivo.
--Hola, Katniss. Soy Cinna, tu estilista --dice en voz baja, aunque casi sin la afectación típica del Capitolio.
--Hola --respondo, con precaución.
--Dame un momento, ¿vale? --me pide. Camina a mi alrededor y observa mi cuerpo desnudo, sin tocarme, pero tomando nota de cada centímetro. Resisto el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho--.
¿Quién te ha peinado?
--Mi madre.
--Es precioso. Mucha clase, la verdad, en un equilibrio casi perfecto con tu perfil. Tiene dedos hábiles.
Esperaba a alguien extravagante, alguien mayor que intentara desesperadamente parecer joven, alguien que me viera como un trozo de carne que había que preparar para una bandeja. Cinna no es nada de eso.
--Eres nuevo, ¿verdad? No creo haberte visto antes --le digo.
La mayoría de los estilistas me resultan familiares, son constantes en el siempre cambiante grupo de los tributos. Algunos llevan en esto toda mi vida.
--Sí, es mi primer año en los juegos.
--Así que te han dado el Distrito 12 --comento, porque los recién llegados suelen quedarse con nosotros, el distrito menos deseable.
--Lo pedí expresamente --responde, sin dar más explicaciones--.
¿Por qué no te pones la bata y charlamos un rato?
Me pongo la bata y lo sigo hasta un salón en el que hay dos sofás rojos con una mesita baja en medio. Tres paredes están vacías y la cuarta es entera de cristal, de modo que puede verse la ciudad. Por la luz, debe de ser mediodía, aunque el cielo soleado se ha cubierto de nubes. Cinna me invita a sentarme en uno de los sofás y se sienta en frente de mí; después pulsa un botón que hay en el lateral de la mesa y la parte de arriba se abre para dejar salir un segundo tablero con nuestra comida: pollo y gajos de naranja cocinados en una salsa de nata sobre un lecho de granos blancos perlados, guisantes y cebollas diminutos, y panecillos en forma de flor; de postre hay un pudin de color miel.
Intento imaginarme preparando esta misma comida en casa. Los pollos son demasiado caros, pero podría apañarme con un pavo silvestre. Necesitaría matar un segundo pavo para cambiarlo por naranjas. La leche de cabra tendría que servir de sustituta de la nata. Podemos cultivar guisantes en el huerto y tendría que conseguir cebollas silvestres en el bosque. No reconozco el cereal, porque nuestras raciones de las teselas se convierten en una fea papilla marrón cuando las cocinas. Para conseguir los panecillos lujosos tendría que hacer otro trueque con el panadero, quizás a cambio de dos o tres ardillas. En cuanto al pudin, ni siquiera se me ocurre qué llevará dentro. Harían falta varios días de caza y recolección para hacer esta comida y, aun así, no llegaría a la altura de la versión del Capitolio.
Me pregunto cómo será vivir en un mundo en el que la comida aparece con sólo presionar un botón. ¿A qué dedicaría las horas que paso recorriendo los bosques en busca de sustento si fuese tan fácil conseguirlo? ¿Qué hacen todo el día estos habitantes del Capitolio, además de decorarse el cuerpo y esperar al siguiente cargamento de tributos para divertirse viéndolos morir?
Levanto la mirada y veo los ojos de Cinna clavados en los míos.
--Esto debe de parecerte despreciable. --¿Me lo ha visto en la cara o, de algún modo, me ha leído el pensamiento? Sin embargo, tiene razón: toda esta gente asquerosa me resulta despreciable--. Da igual --dice Cinna--. Bueno, Katniss, hablemos de tu traje para la ceremonia de inauguración. Mi compañera, Portia, es la estilista del otro tributo de tu distrito, Peeta, y estamos pensando en vestiros a juego. Como sabes, es costumbre que los trajes reflejen el espíritu de cada distrito.
Se supone que en la ceremonia inaugural tienes que llevar algo referente a la principal industria de tu distrito. Distrito 11, agricultura; Distrito 4, pesca; Distrito 3, fábricas. Eso significa que, al venir del Distrito 12, Peeta y yo llevaremos algún tipo de atuendo minero. Como el ancho mono de los mineros no resulta especialmente atractivo, nuestros tributos suelen acabar con trajes con poca tela y cascos con focos. Un año los sacaron completamente desnudos y cubiertos de polvo negro, como si fuese polvo de carbón. Los trajes siempre son horrendos y no ayudan a ganarse el favor del público, así que me preparo para lo peor.
--Entonces, ¿será un disfraz de minero? --pregunto, esperando que no sea indecente.
--No del todo. Verás, Portia y yo creemos que el tema del minero está muy trillado. Nadie se acordará de vosotros si lleváis eso, y los dos pensamos que nuestro trabajo consiste en hacer que los tributos del Distrito 12 sean inolvidables.
«Está claro que me toca ir desnuda», pienso.
--Así que, en vez de centrarnos en la minería en sí, vamos a centrarnos en el carbón.
«Desnuda y cubierta de polvo negro», pienso otra vez.
--Y ¿qué se hace con el carbón? Se quema --dice Cinna--. No te da miedo el fuego, ¿verdad, Katniss? --Ve mi expresión y sonríe.
Unas cuantas horas después, estoy vestida con lo que puede ser el vestido más sensacional o el más mortífero de la ceremonia de inauguración. Llevo una sencilla malla negra de cuerpo entero que me cubre del cuello a los tobillos, con unas botas de cuero brillante y cordones que me llegan hasta las rodillas. Sin embargo, lo que define el traje es la capa que ondea al viento, con franjas naranjas, amarillas y rojas, y el tocado a juego. Cinna pretende prenderles fuego justo antes de que nuestro carro recorra las calles.
--No es fuego de verdad, por supuesto, sólo un fuego sintético que Portia y yo hemos inventado. Estarás completamente a salvo --me asegura, pero no me acaba de convencer; es posible que acabe convertida en barbacoa humana cuando lleguemos al centro de la ciudad.
Apenas llevo maquillaje, sólo unos toquecitos de iluminador. Me han cepillado el pelo y me lo han recogido en una sola trenza, que es como suelo llevarlo.
--Quiero que el público te reconozca cuando estés en el estadio
--dice Cinna en tono soñador--: Katniss, la chica en llamas.
Se me pasa por la cabeza que la conducta tranquila y normal de Cinna puede estar ocultando a un loco de remate.
A pesar de la revelación de esta mañana sobre el carácter de Peeta, me alivia verlo aparecer vestido con un traje idéntico. Como es hijo de panadero y tal, debe de estar acostumbrado al fuego. Su estilista, Portia, y el resto de su equipo lo acompañan, y todos están de los nervios por la sensación que vamos a causar. Todos salvo Cinna, que acepta las felicitaciones como si estuviera algo cansado.
Nos llevan al nivel inferior del Centro de Renovación, que es, básicamente, un establo gigantesco. La ceremonia inaugural va a empezar y están subiendo a las parejas de tributos en unos carros tirados por grupos de cuatro caballos. Los nuestros son negro carbón, unos animales tan bien entrenados que ni siquiera necesitan un jinete que los guíe. Cinna y Portia nos conducen a nuestro carro y nos arreglan con cuidado la postura del cuerpo y la caída de las capas antes de apartarse para comentar algo entre ellos.
--¿Qué piensas? --le susurro a Peeta--. Del fuego, quiero decir.
--Te arrancaré la capa si tú me arrancas la mía --me responde, entre dientes.
--Trato hecho. --Quizá si logramos quitárnoslas lo bastante deprisa evitemos las peores quemaduras. Lo malo es que nos soltarán
en el campo de batalla estemos como estemos--. Sé que le prometí a Haymitch que haría todo lo que nos dijeran, pero creo que no tuvo en cuenta este detalle.
--Por cierto, ¿dónde está? ¿No se supone que tiene que protegernos de este tipo de cosas?
--Con todo ese alcohol dentro, no creo que sea buena idea tenerlo cerca cuando ardamos.
De repente, los dos nos echamos a reír. Supongo que estamos tan nerviosos por los juegos y, más aún, tan aterrados por la posibilidad de acabar convertidos en antorchas humanas, que no actuamos de forma racional.
Empieza la música de apertura. No cuesta oírla, la ponen a todo volumen por las avenidas del Capitolio. Unas puertas correderas enormes se abren a las calles llenas de gente. El desfile dura unos veinte minutos y termina en el Círculo de la Ciudad, donde nos recibirán, tocarán el himno y nos escoltarán hasta el Centro de Entrenamiento, que será nuestro hogar/prisión hasta que empiecen los juegos.
Los tributos del Distrito 1 van en un carro tirado por caballos blancos como la nieve. Están muy guapos, rociados de pintura plateada y vestidos con elegantes túnicas cubiertas de piedras preciosas; el Distrito 1 fabrica artículos de lujo para el Capitolio. Oímos el rugido del público; siempre son los favoritos.
El Distrito 2 se coloca detrás de ellos. En pocos minutos nos encontramos acercándonos a la puerta y veo que, entre el cielo nublado y que empieza a anochecer, la luz se ha vuelto gris. Los tributos del Distrito 11 acaban de salir cuando Cinna aparece con una antorcha encendida.
--Allá vamos --dice, y, antes de poder reaccionar, prende fuego a nuestras capas. Ahogo un grito, esperando que llegue el calor, pero sólo noto un cosquilleo. Cinna se coloca delante de nosotros, prende fuego a los tocados y deja escapar un suspiro de alivio--. Funciona.
--Después me levanta la barbilla con cariño--. Recuerda, la cabeza alta. Sonríe. ¡Te van a adorar!
Cinna se baja del carro de un salto y tiene una última idea.
Nos grita algo que no oigo por culpa de la música, así que vuelve a gritar y gesticula.
--¿Qué dice? --le pregunto a Peeta. Por primera vez, lo miro y me doy cuenta de que, iluminado por las llamas falsas, está resplandeciente, y que yo también debo de estarlo.
--Creo que ha dicho que nos cojamos de la mano --responde.
Me coge la mano derecha con su izquierda, y los dos miramos a Cinna para confirmarlo. Él asiente y da su aprobación levantando el pulgar; es lo último que veo antes de entrar en la ciudad.
La alarma inicial de la muchedumbre al vernos aparecer se transforma rápidamente en vítores y gritos de «¡Distrito 12!». Todos se vuelven para mirarnos, apartando su atención de los otros tres carros que tenemos delante. Al principio me quedo helada, pero después nos veo en una enorme pantalla de televisión y nuestro aspecto me deja sin aliento. Con la escasa luz del crepúsculo, el fuego nos ilumina las caras, es como si nuestras capas dejaran un rastro de llamas detrás. Cinna hizo bien al reducir el maquillaje al mínimo: los dos estamos más atractivos y, además, se nos reconoce perfectamente.
«Recuerda, la cabeza alta. Sonríe. ¡Te van a adorar!»
Oigo las palabras del estilista en mi cabeza, así que levanto más la barbilla, esbozo mi mejor sonrisa y saludo con la mano que tengo libre. Me alegra estar agarrada a Peeta para guardar el equilibrio, porque él es fuerte, sólido como una roca. Conforme gano confianza, llego a lanzar algún que otro beso a los espectadores; la gente del Capitolio se ha vuelto loca, nos baña en flores, grita nuestros nombres, nuestros nombres propios, ya que se han molestado en buscarlos en el programa.
La música alta, los vítores y la admiración me corren por las venas, y no puedo evitar emocionarme. Cinna me ha dado una gran
ventaja, nadie me olvidará. Ni mi aspecto, ni mi nombre: Katniss, la chica en llamas.
Por primera vez siento una chispa de esperanza. ¡Tiene que haber algún patrocinador dispuesto a escogerme! Y con un poco de ayuda extra, alguna comida, el arma adecuada... ¿Por qué voy a dar los juegos por perdidos?
Alguien me tira una rosa roja y yo la cojo, la huelo con delicadeza y lanzo un beso en dirección a quien me la haya tirado. Cientos de manos intentan capturar mi beso, como si fuese algo real y tangible.
--¡Katniss! ¡Katniss! --Los oigo gritar mi nombre por todas partes. Todos quieren mis besos.
Hasta que entramos en el Círculo de la Ciudad no me doy cuenta de que debo de haber estado cortándole la circulación de la mano a
Peeta, tan fuerte se la tenía cogida. Miro nuestros dedos entrelazados y aflojo un poco, pero él me vuelve a coger con fuerza.
--No, no me sueltes --dice, y la luz del fuego se refleja en sus ojos azules--. Por favor, puede que me caiga de esta cosa.
--Vale.
Así que seguimos cogidos, aunque no puedo evitar sentirme extraña por la forma en que Cinna nos ha unido. La verdad es que no es justo presentarnos como un equipo y después tirarnos en la arena para que nos matemos el uno al otro.
Los doce carros llenan el circuito del Círculo de la Ciudad. Todas las ventanas de los edificios que rodean el círculo están abarrotadas de los ciudadanos más prestigiosos del Capitolio. Nuestros caballos nos llevan justo hasta la mansión del presidente Snow, y allí nos paramos. La música termina con unas notas dramáticas.
El presidente, un hombre bajo y delgado con el cabello blanco como el papel, nos da la bienvenida oficial desde el balcón que tenemos encima. Lo tradicional es enfocar las caras de todos los tributos durante el discurso, pero en la pantalla veo que Peeta y yo salimos más de lo que nos corresponde. Con forme oscurece, más difícil es apartar los ojos de nuestro centelleante atuendo. Aunque cuando suena el himno nacional hacen un esfuerzo por enfocar a cada pareja de tributos, la cámara se mantiene fija en el carro del Distrito 12, que recorre el círculo una última vez antes de desaparecer en el Centro de Entrenamiento.
En cuanto se cierran las puertas, nos rodean los equipos de preparación, que farfullan piropos apenas inteligibles. Miro a mi alrededor y veo que muchos de los otros tributos nos miran con odio, lo que confirma mis sospechas de que los hemos eclipsado a todos, literalmente. Después aparecen Cinna y Portia, que nos ayudan a bajar del carro, y nos quitan con cuidado las capas y los tocados en llamas. Portia los apaga con una especie de bote con atomizador.
De repente me doy cuenta de que sigo pegada a Peeta y me obligo a abrir los dedos, agarrotados. Los dos nos masajeamos las manos.
--Gracias por sostenerme. No me sentía muy bien ahí arriba --dice Peeta.
--No lo parecía. Te juro que ni me he dado cuenta.
--Seguro que no le han prestado atención a nadie más que a ti. Deberías llevar llamas más a menudo, te sientan bien.
Después me ofrece una sonrisa de una dulzura tan genuina, con el toque justo de timidez, que hace que me sienta muy cerca de él.
Sin embargo, una alarma se me enciende en la cabeza: «No seas tan estúpida: Peeta planea matarte --me recuerdo--. Quiere que te confíes para convertirte en una presa fácil. Cuanto más te guste, más mortífero será».
Pero, como yo también sé jugar, me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla, justo en el moratón.
--¡Lo siento! --canturrea con su estúpido acento del Capitolio--.
¡Es que tienes mucho pelo!
¿Por qué habla esta gente con un tono tan agudo? ¿Por qué apenas abren la boca para hablar? ¿Por qué acaban todas las frases con la misma entonación que se usa para preguntar? Vocales extrañas, palabras recortadas y un siseo cada vez que pronuncian la letra ese... Por eso a todo el mundo se le pega su acento, claro.
Venia intenta demostrar su comprensión.
--Pero tengo buenas noticias: éste es el último. ¿Lista?
Me agarro a los bordes de la mesa en la que estoy sentada y asiento con la cabeza. Ella arranca de un doloroso tirón la última zona de pelo de mi pierna izquierda.
Llevo más de tres horas en el Centro de Renovación y todavía no conozco a mi estilista. Al parecer, no está interesado en verme hasta
que Venia y los demás miembros de mi equipo de preparación no se
hayan ocupado de algunos problemas obvios, lo que incluye restregarme el cuerpo con una espuma arenosa que no sólo me ha quitado la suciedad, sino también unas tres capas de piel, darle uniformidad a mis uñas y, sobre todo, librarse de mi vello corporal. Piernas, brazos, torso, axilas y parte de mis cejas se han quedado sin un solo pelo, así que parezco un pájaro desplumado, listo para asar. No me gusta, tengo la piel irritada, me pica y la siento muy vulnerable.
Sin embargo, he cumplido mi parte del trato que hicimos con Haymitch y no he puesto ni una objeción.
--Lo estás haciendo muy bien --dice un tipo que se llama Flavius.
Agita sus tirabuzones naranjas y me aplica una capa de pintalabios morado--. Si hay algo que no aguantamos es a los lloricas.
¡Embadurnadla!
Venia y Octavia, una mujer regordeta con todo el cuerpo teñido de verde guisante claro, me dan un masaje con una loción que primero pica y después me calma la piel. Acto seguido me levantan de la mesa y me quitan la fina bata que me han permitido vestir de vez en cuando. Me quedo aquí, completamente desnuda, mientras los tres me rodean y utilizan las pinzas para eliminar hasta el último rastro de pelo. Sé que debería sentir vergüenza, pero me parecen tan poco humanos que es como si tuviese a un trío de extraños pájaros de colores picoteando el suelo alrededor de mis pies.
Los tres dan un paso atrás y admiran su trabajo.
--¡Excelente! ¡Ya casi pareces un ser humano! --exclama Flavius, y todos se ríen.
--Gracias --respondo con dulzura, obligándome a sonreír para demostrarles lo agradecida que estoy--. En el Distrito 12 no tenemos
muchas razones para arreglarnos.
--Claro que no, ¡pobre criatura! --dice Octavia, juntando las manos, consternada. Creo que me los he ganado con mi respuesta.
--Pero no te preocupes --añade Venia--. Cuando Cinna acabe
contigo, ¡vas a estar absolutamente divina!
--¡Te lo prometemos! ¿Sabes? Ahora que nos hemos librado de tanto pelo y porquería, ¡no estás tan horrible, ni mucho menos!
--afirma Flavius, para animarme--. ¡Vamos a llamar a Cinna!
Salen disparados del cuarto. Los miembros del equipo de preparación son tan bobos que me resulta difícil odiarlos. Sin embargo, curiosamente, sé que son sinceros en su intento por ayudarme.
Miro las paredes y el suelo, todo tan frío y blanco, y resisto el impulso de recuperar la bata. Sé que este Cinna, mi estilista, hará que me la quite en cuanto llegue, así que me llevo las manos al cabello, la
única zona que mi equipo tenía órdenes de respetar. Me acaricio las
trenzas de seda que mi madre ha colocado tan bien. Mi madre; me he dejado su vestido azul y sus zapatos en el suelo del vagón, no se me ocurrió recogerlos ni intentar aferrarme a algo suyo, de casa. Ahora me arrepiento.
La puerta se abre y entra un joven que debe de ser Cinna. Me sorprende lo normal que parece; casi todos los estilistas a los que entrevistan en la tele están tan teñidos, pintados y alterados quirúrgicamente que resultan grotescos, pero Cinna lleva el pelo corto y, en apariencia, de su color castaño natural. Viste camisa y pantalones negros sencillos, y la única concesión a las modificaciones de aspecto parece ser un delineador de ojos dorado aplicado con generosidad. Resalta las motas doradas de sus ojos verdes y, a pesar del asco que me producen el Capitolio y sus horrendas modas, no puedo evitar pensar que lo hace muy atractivo.
--Hola, Katniss. Soy Cinna, tu estilista --dice en voz baja, aunque casi sin la afectación típica del Capitolio.
--Hola --respondo, con precaución.
--Dame un momento, ¿vale? --me pide. Camina a mi alrededor y observa mi cuerpo desnudo, sin tocarme, pero tomando nota de cada centímetro. Resisto el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho--.
¿Quién te ha peinado?
--Mi madre.
--Es precioso. Mucha clase, la verdad, en un equilibrio casi perfecto con tu perfil. Tiene dedos hábiles.
Esperaba a alguien extravagante, alguien mayor que intentara desesperadamente parecer joven, alguien que me viera como un trozo de carne que había que preparar para una bandeja. Cinna no es nada de eso.
--Eres nuevo, ¿verdad? No creo haberte visto antes --le digo.
La mayoría de los estilistas me resultan familiares, son constantes en el siempre cambiante grupo de los tributos. Algunos llevan en esto toda mi vida.
--Sí, es mi primer año en los juegos.
--Así que te han dado el Distrito 12 --comento, porque los recién llegados suelen quedarse con nosotros, el distrito menos deseable.
--Lo pedí expresamente --responde, sin dar más explicaciones--.
¿Por qué no te pones la bata y charlamos un rato?
Me pongo la bata y lo sigo hasta un salón en el que hay dos sofás rojos con una mesita baja en medio. Tres paredes están vacías y la cuarta es entera de cristal, de modo que puede verse la ciudad. Por la luz, debe de ser mediodía, aunque el cielo soleado se ha cubierto de nubes. Cinna me invita a sentarme en uno de los sofás y se sienta en frente de mí; después pulsa un botón que hay en el lateral de la mesa y la parte de arriba se abre para dejar salir un segundo tablero con nuestra comida: pollo y gajos de naranja cocinados en una salsa de nata sobre un lecho de granos blancos perlados, guisantes y cebollas diminutos, y panecillos en forma de flor; de postre hay un pudin de color miel.
Intento imaginarme preparando esta misma comida en casa. Los pollos son demasiado caros, pero podría apañarme con un pavo silvestre. Necesitaría matar un segundo pavo para cambiarlo por naranjas. La leche de cabra tendría que servir de sustituta de la nata. Podemos cultivar guisantes en el huerto y tendría que conseguir cebollas silvestres en el bosque. No reconozco el cereal, porque nuestras raciones de las teselas se convierten en una fea papilla marrón cuando las cocinas. Para conseguir los panecillos lujosos tendría que hacer otro trueque con el panadero, quizás a cambio de dos o tres ardillas. En cuanto al pudin, ni siquiera se me ocurre qué llevará dentro. Harían falta varios días de caza y recolección para hacer esta comida y, aun así, no llegaría a la altura de la versión del Capitolio.
Me pregunto cómo será vivir en un mundo en el que la comida aparece con sólo presionar un botón. ¿A qué dedicaría las horas que paso recorriendo los bosques en busca de sustento si fuese tan fácil conseguirlo? ¿Qué hacen todo el día estos habitantes del Capitolio, además de decorarse el cuerpo y esperar al siguiente cargamento de tributos para divertirse viéndolos morir?
Levanto la mirada y veo los ojos de Cinna clavados en los míos.
--Esto debe de parecerte despreciable. --¿Me lo ha visto en la cara o, de algún modo, me ha leído el pensamiento? Sin embargo, tiene razón: toda esta gente asquerosa me resulta despreciable--. Da igual --dice Cinna--. Bueno, Katniss, hablemos de tu traje para la ceremonia de inauguración. Mi compañera, Portia, es la estilista del otro tributo de tu distrito, Peeta, y estamos pensando en vestiros a juego. Como sabes, es costumbre que los trajes reflejen el espíritu de cada distrito.
Se supone que en la ceremonia inaugural tienes que llevar algo referente a la principal industria de tu distrito. Distrito 11, agricultura; Distrito 4, pesca; Distrito 3, fábricas. Eso significa que, al venir del Distrito 12, Peeta y yo llevaremos algún tipo de atuendo minero. Como el ancho mono de los mineros no resulta especialmente atractivo, nuestros tributos suelen acabar con trajes con poca tela y cascos con focos. Un año los sacaron completamente desnudos y cubiertos de polvo negro, como si fuese polvo de carbón. Los trajes siempre son horrendos y no ayudan a ganarse el favor del público, así que me preparo para lo peor.
--Entonces, ¿será un disfraz de minero? --pregunto, esperando que no sea indecente.
--No del todo. Verás, Portia y yo creemos que el tema del minero está muy trillado. Nadie se acordará de vosotros si lleváis eso, y los dos pensamos que nuestro trabajo consiste en hacer que los tributos del Distrito 12 sean inolvidables.
«Está claro que me toca ir desnuda», pienso.
--Así que, en vez de centrarnos en la minería en sí, vamos a centrarnos en el carbón.
«Desnuda y cubierta de polvo negro», pienso otra vez.
--Y ¿qué se hace con el carbón? Se quema --dice Cinna--. No te da miedo el fuego, ¿verdad, Katniss? --Ve mi expresión y sonríe.
Unas cuantas horas después, estoy vestida con lo que puede ser el vestido más sensacional o el más mortífero de la ceremonia de inauguración. Llevo una sencilla malla negra de cuerpo entero que me cubre del cuello a los tobillos, con unas botas de cuero brillante y cordones que me llegan hasta las rodillas. Sin embargo, lo que define el traje es la capa que ondea al viento, con franjas naranjas, amarillas y rojas, y el tocado a juego. Cinna pretende prenderles fuego justo antes de que nuestro carro recorra las calles.
--No es fuego de verdad, por supuesto, sólo un fuego sintético que Portia y yo hemos inventado. Estarás completamente a salvo --me asegura, pero no me acaba de convencer; es posible que acabe convertida en barbacoa humana cuando lleguemos al centro de la ciudad.
Apenas llevo maquillaje, sólo unos toquecitos de iluminador. Me han cepillado el pelo y me lo han recogido en una sola trenza, que es como suelo llevarlo.
--Quiero que el público te reconozca cuando estés en el estadio
--dice Cinna en tono soñador--: Katniss, la chica en llamas.
Se me pasa por la cabeza que la conducta tranquila y normal de Cinna puede estar ocultando a un loco de remate.
A pesar de la revelación de esta mañana sobre el carácter de Peeta, me alivia verlo aparecer vestido con un traje idéntico. Como es hijo de panadero y tal, debe de estar acostumbrado al fuego. Su estilista, Portia, y el resto de su equipo lo acompañan, y todos están de los nervios por la sensación que vamos a causar. Todos salvo Cinna, que acepta las felicitaciones como si estuviera algo cansado.
Nos llevan al nivel inferior del Centro de Renovación, que es, básicamente, un establo gigantesco. La ceremonia inaugural va a empezar y están subiendo a las parejas de tributos en unos carros tirados por grupos de cuatro caballos. Los nuestros son negro carbón, unos animales tan bien entrenados que ni siquiera necesitan un jinete que los guíe. Cinna y Portia nos conducen a nuestro carro y nos arreglan con cuidado la postura del cuerpo y la caída de las capas antes de apartarse para comentar algo entre ellos.
--¿Qué piensas? --le susurro a Peeta--. Del fuego, quiero decir.
--Te arrancaré la capa si tú me arrancas la mía --me responde, entre dientes.
--Trato hecho. --Quizá si logramos quitárnoslas lo bastante deprisa evitemos las peores quemaduras. Lo malo es que nos soltarán
en el campo de batalla estemos como estemos--. Sé que le prometí a Haymitch que haría todo lo que nos dijeran, pero creo que no tuvo en cuenta este detalle.
--Por cierto, ¿dónde está? ¿No se supone que tiene que protegernos de este tipo de cosas?
--Con todo ese alcohol dentro, no creo que sea buena idea tenerlo cerca cuando ardamos.
De repente, los dos nos echamos a reír. Supongo que estamos tan nerviosos por los juegos y, más aún, tan aterrados por la posibilidad de acabar convertidos en antorchas humanas, que no actuamos de forma racional.
Empieza la música de apertura. No cuesta oírla, la ponen a todo volumen por las avenidas del Capitolio. Unas puertas correderas enormes se abren a las calles llenas de gente. El desfile dura unos veinte minutos y termina en el Círculo de la Ciudad, donde nos recibirán, tocarán el himno y nos escoltarán hasta el Centro de Entrenamiento, que será nuestro hogar/prisión hasta que empiecen los juegos.
Los tributos del Distrito 1 van en un carro tirado por caballos blancos como la nieve. Están muy guapos, rociados de pintura plateada y vestidos con elegantes túnicas cubiertas de piedras preciosas; el Distrito 1 fabrica artículos de lujo para el Capitolio. Oímos el rugido del público; siempre son los favoritos.
El Distrito 2 se coloca detrás de ellos. En pocos minutos nos encontramos acercándonos a la puerta y veo que, entre el cielo nublado y que empieza a anochecer, la luz se ha vuelto gris. Los tributos del Distrito 11 acaban de salir cuando Cinna aparece con una antorcha encendida.
--Allá vamos --dice, y, antes de poder reaccionar, prende fuego a nuestras capas. Ahogo un grito, esperando que llegue el calor, pero sólo noto un cosquilleo. Cinna se coloca delante de nosotros, prende fuego a los tocados y deja escapar un suspiro de alivio--. Funciona.
--Después me levanta la barbilla con cariño--. Recuerda, la cabeza alta. Sonríe. ¡Te van a adorar!
Cinna se baja del carro de un salto y tiene una última idea.
Nos grita algo que no oigo por culpa de la música, así que vuelve a gritar y gesticula.
--¿Qué dice? --le pregunto a Peeta. Por primera vez, lo miro y me doy cuenta de que, iluminado por las llamas falsas, está resplandeciente, y que yo también debo de estarlo.
--Creo que ha dicho que nos cojamos de la mano --responde.
Me coge la mano derecha con su izquierda, y los dos miramos a Cinna para confirmarlo. Él asiente y da su aprobación levantando el pulgar; es lo último que veo antes de entrar en la ciudad.
La alarma inicial de la muchedumbre al vernos aparecer se transforma rápidamente en vítores y gritos de «¡Distrito 12!». Todos se vuelven para mirarnos, apartando su atención de los otros tres carros que tenemos delante. Al principio me quedo helada, pero después nos veo en una enorme pantalla de televisión y nuestro aspecto me deja sin aliento. Con la escasa luz del crepúsculo, el fuego nos ilumina las caras, es como si nuestras capas dejaran un rastro de llamas detrás. Cinna hizo bien al reducir el maquillaje al mínimo: los dos estamos más atractivos y, además, se nos reconoce perfectamente.
«Recuerda, la cabeza alta. Sonríe. ¡Te van a adorar!»
Oigo las palabras del estilista en mi cabeza, así que levanto más la barbilla, esbozo mi mejor sonrisa y saludo con la mano que tengo libre. Me alegra estar agarrada a Peeta para guardar el equilibrio, porque él es fuerte, sólido como una roca. Conforme gano confianza, llego a lanzar algún que otro beso a los espectadores; la gente del Capitolio se ha vuelto loca, nos baña en flores, grita nuestros nombres, nuestros nombres propios, ya que se han molestado en buscarlos en el programa.
La música alta, los vítores y la admiración me corren por las venas, y no puedo evitar emocionarme. Cinna me ha dado una gran
ventaja, nadie me olvidará. Ni mi aspecto, ni mi nombre: Katniss, la chica en llamas.
Por primera vez siento una chispa de esperanza. ¡Tiene que haber algún patrocinador dispuesto a escogerme! Y con un poco de ayuda extra, alguna comida, el arma adecuada... ¿Por qué voy a dar los juegos por perdidos?
Alguien me tira una rosa roja y yo la cojo, la huelo con delicadeza y lanzo un beso en dirección a quien me la haya tirado. Cientos de manos intentan capturar mi beso, como si fuese algo real y tangible.
--¡Katniss! ¡Katniss! --Los oigo gritar mi nombre por todas partes. Todos quieren mis besos.
Hasta que entramos en el Círculo de la Ciudad no me doy cuenta de que debo de haber estado cortándole la circulación de la mano a
Peeta, tan fuerte se la tenía cogida. Miro nuestros dedos entrelazados y aflojo un poco, pero él me vuelve a coger con fuerza.
--No, no me sueltes --dice, y la luz del fuego se refleja en sus ojos azules--. Por favor, puede que me caiga de esta cosa.
--Vale.
Así que seguimos cogidos, aunque no puedo evitar sentirme extraña por la forma en que Cinna nos ha unido. La verdad es que no es justo presentarnos como un equipo y después tirarnos en la arena para que nos matemos el uno al otro.
Los doce carros llenan el circuito del Círculo de la Ciudad. Todas las ventanas de los edificios que rodean el círculo están abarrotadas de los ciudadanos más prestigiosos del Capitolio. Nuestros caballos nos llevan justo hasta la mansión del presidente Snow, y allí nos paramos. La música termina con unas notas dramáticas.
El presidente, un hombre bajo y delgado con el cabello blanco como el papel, nos da la bienvenida oficial desde el balcón que tenemos encima. Lo tradicional es enfocar las caras de todos los tributos durante el discurso, pero en la pantalla veo que Peeta y yo salimos más de lo que nos corresponde. Con forme oscurece, más difícil es apartar los ojos de nuestro centelleante atuendo. Aunque cuando suena el himno nacional hacen un esfuerzo por enfocar a cada pareja de tributos, la cámara se mantiene fija en el carro del Distrito 12, que recorre el círculo una última vez antes de desaparecer en el Centro de Entrenamiento.
En cuanto se cierran las puertas, nos rodean los equipos de preparación, que farfullan piropos apenas inteligibles. Miro a mi alrededor y veo que muchos de los otros tributos nos miran con odio, lo que confirma mis sospechas de que los hemos eclipsado a todos, literalmente. Después aparecen Cinna y Portia, que nos ayudan a bajar del carro, y nos quitan con cuidado las capas y los tocados en llamas. Portia los apaga con una especie de bote con atomizador.
De repente me doy cuenta de que sigo pegada a Peeta y me obligo a abrir los dedos, agarrotados. Los dos nos masajeamos las manos.
--Gracias por sostenerme. No me sentía muy bien ahí arriba --dice Peeta.
--No lo parecía. Te juro que ni me he dado cuenta.
--Seguro que no le han prestado atención a nadie más que a ti. Deberías llevar llamas más a menudo, te sientan bien.
Después me ofrece una sonrisa de una dulzura tan genuina, con el toque justo de timidez, que hace que me sienta muy cerca de él.
Sin embargo, una alarma se me enciende en la cabeza: «No seas tan estúpida: Peeta planea matarte --me recuerdo--. Quiere que te confíes para convertirte en una presa fácil. Cuanto más te guste, más mortífero será».
Pero, como yo también sé jugar, me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla, justo en el moratón.
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