Capítulo 36
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Capítulo 36
La rue Dauphine no quedaba lejos, a lo mejor valía la pena asomarse a verificar lo que había dicho Babs. Por supuesto Gregorovius había sabido desde el primer momento que la Maga, loca como de costumbre, iría a visitar a Pola. Caritas. Maga samaritana. Lea "El Cruzado". ¿Dejó pasar el día sin hacer su buena acción? Era para reírse. Todo era para reírse. O más bien había como una gran risa y a eso le llamaban la Historia. Llegar a la rue Dauphine, golpear despacito en la pieza del último piso y que apareciera la Maga, propiamente nurse Lucía, no, era realmente demasiado. Con una escupidera en la mano, o un irrigador. No se puede ver a la enfermita, es muy tarde y está durmiendo. Vade retro, Asmodeo. O que lo dejaran entrar y le sirvieran café, no, todavía peor, y que en una de esas empezaran a llorar, porque seguramente sería contagioso, iban a llorar los tres hasta perdonarse, y entonces todo podía suceder, las mujeres deshidratadas son terribles. O lo pondrían a contar veinte gotas de belladona, una por una.
-Yo en realidad tendría que ir -le dijo Oliveira a un gato negro de la rue Danton-. Una cierta obligación estética, completar la figura. El tres, la Cifra. Pero no hay que olvidarse de Orfeo. Tal vez rapándome, llenándome la cabeza de ceniza, llegar con el cazo de las limosnas. No soy ya el que conocisteis, oh mujeres. Histrio. Mimo. Noche de empusas, lamias, mala sombra, final del gran juego. Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo. Irremisiblemente. No las veré nunca más, está escrito. O toi que voilà, qu'as tu fait de ta jeunesse? Un inquisidor, realmente esa chica saca cada figura... En todo caso un autoinquisidor, et encore... Epitafio justísimo: Demasiado blando. Pero la inquisición blanda es terrible, torturas de sémola, hogueras de tapioca, arenas movedizas, la medusa chupando solapada. La medusa solando chulapada. Y en el fondo demasiada piedad, yo que me creía despiadado. No se puede querer lo que quiero, y en la forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los otros. Había que saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra, me salvara o me matara, pero sin la rue Dauphine, sin el chico muerto, sin el Club y todo el resto. ¿Vos no creés, che?
El gato no dijo nada.
Hacía menos frío junta al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de lo que se tiran, buscó un puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo. "Curioso que de golpe una frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a la tercera vez empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una frase absurda, que por ejemplo una frase como: "La esperanza, esa Palmira gorda' es completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz; colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. Hojo, Horacio", hanotó Holiveira sentándose en el parapeto debajo del puente, oyendo los ronquidos de los clochards debajo de sus montones de diarios y arpilleras.
Por una vez no le era penoso ceder a la melancolía. Con un nuevo cigarrillo que le daba calor, entre los ronquidos que venían como del fondo de la tierra, consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba de su kibbutz. Puesto que la esperanza no era más que una Palmira gorda, ninguna razón para hacerse ilusiones. Al contrario, aprovechar la refrigeración nocturna para sentir lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre su cabeza, que su búsqueda incierta era un fracaso y que a lo mejor en eso precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas Oliveira tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias gastadas por su propia mentira como también se había dicho en el Club, esas coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las carencias, con todo lo que le habían robado al poeta, la nostalgia vehemente de un territorio donde la vida pudiera balbucearse desde otras brújulas y otros nombres. Aunque la muerte estuviera en la esquina con su escoba en alto, aunque la esperanza no fuera más que una Palmira gorda. Y un ronquido, y de cuando en cuando un pedo.
Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibbutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas certificadas auténticas, el Norte al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas, comprender, vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más imposible a esa hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera perseguido de acuerdo con la tribu, meritoriamente y sin ganarse el vistoso epíteto de inquisidor, sin que le hubieran dado vuelta la cara de un revés, sin gente llorando y mala conciencia y ganas de tirar todo al diablo y volverse a su libreta de enrolamiento y a un hueco abrigado en cualquier presupuesto espiritual o temporal. Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora. Y entonces podía meter la cara entre las manos, dejando nada más que el espacio para que pasara el cigarrillo y quedarse junto al río, entre los vagabundos, pensando en su kibbutz.
La clocharde se despertó de un sueño en el que alguien le había dicho repetidamente: "Ça suffit, conâsse", y supo que Célestin se había marchado en plena noche llevándose el cochecito de niño lleno de latas de sardinas (en mal estado) que por la tarde les habían regalado en el ghetto del Marais. Toto y Lafleur dormían como topos, fumando. Amanecía.
La clocharde retiró delicadamente las sucesivas ediciones de France-Soir que la abrigaban, y se rascó un rato la cabeza. A las seis había una sopa caliente en la rue du Jour. Casi seguramente Célestin iría a la sopa, y podría quitarle las latas de sardinas si no se las había vendido ya a Pipon o a La Vase.
-Merde -dijo la clocharde, iniciando la complicada tarea de enderezarse-. Y a la bise, c'est cul.
Arropándose con un sobretodo negro que le llegaba hasta los tobillos, se acercó al nuevo. El nuevo estaba de acuerdo en que el frío era casi peor que la policía. Cuando le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió, la clocharde pensó que lo conocía de alguna parte. El nuevo le dijo que también él la conocía de alguna parte, y a los dos les gustó mucho reconocerse a esa hora de la madrugada. Sentándose en el poyo de al lado, la clocharde dijo que todavía era temprano para ir a la sopa. Discutieron sopas un rato, aunque en realidad el nuevo no sabía nada de sopas, había que explicarle dónde quedaban las mejores, era realmente un nuevo pero se interesaba mucho por todo y tal vez se atreviera a quitarle las sardinas a Célestin. Hablaron de las sardinas y el nuevo prometió que apenas encontrara a Célestin se las reclamaría.
-Va a sacar el gancho -previno la clocharde-. Hay que andar rápido y pegarle con cualquier cosa en la cabeza. A Tonio le tuvieron que dar cinco puntadas, gritaba que se lo oía hasta Pontoise. C'est cul, Pontoise -agregó la clocharde entregándose a la añoranza.
El nuevo miraba amanecer sobre la punta del Vert-Galant, el sauce que iba sacando sus finas arañas de la bruma. Cuando la clocharde le preguntó por qué temblaba con semejante canadiense, se encogió de hombros y le ofreció en nuevo cigarrillo. Fumaban y fumaban, hablando y mirándose con simpatía. La clocharde le explicaba las costumbres de Célestin y el nuevo se acordaba de las tardes en que la habían visto abrazada a Célestin en todos los bancos y pretiles del Pont des Arts, en la esquina del Louvre frente a los plátanos como tigres, debajo de los portales de Saint-Germain l'Auxerrois, y una noche en la rue Gît-le-Coeur, besándose y rechazándose alternativamente, borrachos perdidos, Célestin con una blusa de pintor y la clocharde como siempre debajo de cuatro o cinco vestidos y algunas gabardinas y sobretodos, sosteniendo un lío de género rojo de donde salían pedazos de mangas y una corneta rota, tan enamorada de Célestin que era admirable, llenándole la cara de rouge y de algo como grasa, espantosamente perdidos en su idilio público, metiéndose al final por la rue de Nevers, y entonces la Maga había dicho: "Es ella la que está enamorada, a él no le importa nada", y lo había mirado un instante antes de agacharse para juntar un piolincito verde y arrollárselo al dedo.
-A esta hora no hace frío -decía la clocharde, dándole ánimos-. Voy a ver si a Lafleur la ha quedado un poco de vino. El vino asienta la noche. Célestin se llevó dos litros que eran míos, y las sardinas. No, no le queda nada. Usted que está bien vestido podría comprar un litro en lo de Habeb. Y pan, si le alcanza -le caía muy bien el nuevo, aunque en ell fondo sabía que no era nuevo, que estaba bien vestido y podía acodarse en el mostrador de Habeb y tomarse un pernod tras otro sin que los otros protestaran por el mal olor y esas cosas. El nuevo seguía fumando, asintiendo vagamente, con la cabeza en otro lado. Cara conocida. Célestin hubiera acertado en seguida porque Célestin, para las caras... -A las nueve empieza el frío de verdad. Viene del barro, de abajo. Pero podemos ir a la sopa, es bastante buena.
(Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a Pierre Curie ("¿Pierre Curie?", preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a aprender), ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose contra la caja de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se sabía bien por qué. En esos días todo era todavía kibbutz, o por lo menos posibilidad de kibbutz, y andar por la calle escribiendo RIP en las cajas de los bouquinistes y admirando a la clocharde enamorada formaba parte de una confusa lista de ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando atrás. Y así era, y hacía frío, y no había kibbutz. Salvo la mentira de ir a comprarle el vino tinto a Habeb y fabricarse un kibbutz igualito al de Kubla Khan, salvadas las distancias entre el láudano y el tintillo del viejo Habeb.)
In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree.
-Extranjero -dijo la clocharde, con menoos simpatía por el nuevo-. Español, eh. Italiano.
-Una mezcla -dijo Oliveira, haciendo un esfuerzo viril para soportar el olor.
-Pero usted trabaja, se ve -lo acusó la clocharde.
-Oh, no. En fin, le llevaba los libros a un viejo, pero hace rato que no nos vemos.
-No es una vergüenza, siempre que no se abuse. Yo, de joven...
-Emmanuèle -dijo Oliveira, apoyándole la mano en el lugar donde, muy abajo, debía estar el hombro. La clocharde se sobresaltó al oír el nombre, lo miró de reojo y después sacó un espejito del bolsillo del sobretodo y se miró la boca. Oliveira se preguntó qué cadena inconcebible de circunstancias podía haber permitido que la clocharde tuviera el pelo oxigenado. La operación de untarse la boca con un final de barra de rouge la ocupaba profundamente. Sobraba tiempo para tratarse a sí mismo y una vez más de imbécil. La mano en el hombro después de lo de Berthe Trépat. Con resultados que eran del dominio público. Una autopatada en el culo que lo diera vuelta como un guante. Cretinaccio, furfante, infecto pelotudo. RIP, RIP. Malgré le tourisme.
-¿Cómo sabe que me llamo Emmanuèle?
-Ya no me acuerdo. Alguien me lo habrá dicho.
Emmanuèle sacó una lata de pastillas Valda llena de polvos rosa y empezó a frotarse una mejilla. Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por supuesto que. Célestin: infatigable. Docenas de latas de sardinas, le salaud. De golpe se acordó.
-Ah -dijo.
-Probablemente -consintió Oliveira, envolviéndose lo mejor posible en humo.
-Los vi juntos muchas veces -dijo Emmanuèle.
-Andábamos por ahí.
-Pero ella solamente hablaba conmigo cuando estaba sola. Una chica muy buena, un poco loca.
"Ponele la firma", pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba cada vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable todavía, una chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un diploma, bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a las palomas de la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de risa. A veces mala.
-Nos peleamos -dijo Emmanuèle- porque me aconsejó que dejara en paz a Célestin. No vino nunca más, pero yo la quería mucho.
-¿Tantas veces había venido a charlar con usted?
-No le gusta, ¿verdad?
-No es eso -dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso, porque la Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la clocharde, y una elemental generalización lo llevaba, etc. Celos retrospectivos, véase Proust, sutil tortura and so on. Probablemente iba a llover, el sauce estaba como suspendido en un aire húmedo. En cambio haría menos frío, un poco menos de frío. Quizá agregó algo como: "Nunca me habló mucho de usted", porque Emmanuèle soltó una risita satisfecha y maligna, y siguió untándose polvos rosa con un dedo negruzco; de cuando en cuando levantaba la mano y se daba un golpe seco en el pelo apelmazado, envuelto por una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que en realidad era una bufanda sacada de un tacho de basura. En fin, había que irse, subir a la ciudad, tan cerca ahí a seis metros de altura, empezando exactamente al otro lado del pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón donde las palomas dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin fuerza, la pálida sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que no baja porque seguramente iba a lloviznar como siempre.
Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon juntos la escalera. En la de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue de l'Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle condescendió a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y se hicieron una excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con fósforos desconfiados. Desde el otro lado de los portales venía un ronquido como de ajo y coliflor y olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira resbaló hasta quedar lo más bien instalado en el rincón contra la pared, pegado a Emmanuèle que ya estaba bebiendo de la botella y resoplaba satisfecha entre trago y trago. Deseducación de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana. Un minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier aprendizaje. Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque un cuarto litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro, satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo, amonestaba maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas, su cara se encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas de mugre en la frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha triunfal de diosa siria pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza criselefantina revolcada en el polvo, con placas de sangre y mugre pero conservando la diadema eterna a franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada en el polvo y pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados, hasta que el más payaso se arrodillaba entre las aclamaciones de los otros, el falo erecto sobre la diosa caída, masturbándose contra el mármol y dejando que la esperma la entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían arrancado las piedras preciosas, en la boca entreabierta que aceptaba la humillación como una última ofrenda antes de rodar el olvido. Y era tan natural que en la sombra la mano de Emmanuèle tanteara el brazo de Oliveira y se posara confiadamente, mientras la otra mano buscaba la botella y se oía el gluglú y un resoplar satisfecho, tan natural que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el signo contrario como posible forma de sobrevivencia. Y aunque Oliveira desconfiara de la hebriedad, hastuta cómplice del Gran Hengaño, algo le decía que también allí había kibbutz, que detrás, siempre detrás había esperanza de kibbutz. No una certidumbre metódica, oh no, viejo querido, eso no por lo que más quieras, ni un in vino veritas ni una dialéctica a lo Fichte u otros lapidarios spinozianos, solamente como una aceptación en la náusea, Heráclito se había hecho enterrar en un montón de estiércol para curarse la hidropesía, alguien lo había dicho esa misma noche, alguien que ya era como de otra vida, alguien como Pola o Wong, gentes que el había vejado nada más que por querer entablar contacto por el buen lado, reinventar el amor como la sola manera de entrar alguna vez en su kibbutz. En la mierda hasta el cogote, Heráclito el Oscuro, exactamente igual que ellos pero sin el vino, y además para curarse la hidropesía. Entonces tal vez fuera eso, estar en la mierda hasta el cogote y también esperar, porque seguramente Heráclito había tenido que quedarse en la mierda días enteros, y Oliveira se estaba acordando de que también Heráclito había dicho que si no se esperaba jamás se encontraría lo inesperado, tuércelo el cuello al cisne, había dicho Heráclito, pero no, por supuesto que no había dicho semejante cosa, y mientras bebía otro largo trago y Emmanuèle se reía en la penumbra al oír el gluglú y le acariciaba el brazo como para mostrarle que apreciaba su compañía y la promesa de ir a quitarle las sardinas a Célestin, a Oliveira le subía como un eructo vinoso el doble apellido del cisne estrangulable, y le daban unas enormes ganas de reírse y contarle a Emmanuèle, pero en cambio le devolvió la botella que estaba casi vacía, y Emmanuèle se puso a cantar desgarradoramente Les Amants du Havre, una canción que cantaba la Maga cuando estaba triste, pero Emmanuèle la cantaba con un arrastre trágico, desentonando y olvidándose de las palabras mientras acariciaba a Oliveira que seguía pensando en que sólo el que espera podrá encontrar lo inesperado, y entrecerrando los ojos para no aceptar la vaga luz que subía de los portales, se imaginaba muy lejos (¿al otro lado del mar, o era un ataque de patriotismo?) el paisaje tan puro que casi no existía de su kibbutz. Evidentemente había que torcerle el cuello al cisne, aunque no lo hubiese mandado Heráclito. Se estaba poniendo sentimental, puisque la terre est ronde, mon amour, t'en fais pas con el vino y la voz pegajosa se estaba poniendo sentimental, todo acabaría en llanto y autoconmiseración, como Babs, pobrecito Horacio anclado en París, cómo habrá cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, y el viejo arrabal. Pero aunque pusiera toda su rabia en encender otro Gauloise, muy lejos en el fondo de los ojos seguía viendo su kibbutz, no al otro lado del mar o a lo mejor al otro lado del mar, o ahí afuera en la rue Galande o en Puteaux o en la rue de la Tombe Issoire, de cualquier manera su kibbutz estaba siempre ahí y no era un espejismo.
-No es un espejismo, Emmanuèle.
-Ta gueule, mon pote -dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras faldas para encontrar la otra botella.
Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué color tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la introdujo rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro camión por la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez... Pero hubiera sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una mujer sensible que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente, frotándose contra Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo, ronroneando pasajes de ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el cigarrillo entre los labios hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la escuchaba, la dejaba que se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no era mejor que ella y que en el peor de los casos siempre podría curarse como Heráclito, tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente y de lo más matter of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y poder pensar al mismo tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la mierda hasta el cogote sin estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía, sencillamente dibujando una figura que su mundo le hubiera perdonado bajo forma de sentencia o de lección, y que de contrabando había cruzado la línea del tiempo hasta llegar mezclada con la teoría, apenas un detalle desagradable y penoso al lado del diamante estremecedor del panta rhei, una terapéutica bárbara que ya Hipócrates hubiera condenado, como por razones de elemental higiene hubiera igualmente condenado que Emmanuèle se echara poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lamiera humildemente la pija, sosteniendo su comprensible abandono con los dedos y murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los niños de pecho, por completo indiferente a la meditación que acontecía un poco más arriba, ahincada en un menester que poco provecho podía darle, procediendo por alguna oscura conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su primer noche de clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar a Célestin, se olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su idioma de salvaje americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se dejaba ir con un suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo por un segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que todavía una vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y postales de Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde afuera, atenta y analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra él temblando, reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada como la diosa siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía, se sentaba bruscamente y decía: On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris que sin saber cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las piernas del vigilante contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una botella vacía rodando bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el muslo, la cachetada feroz en plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía, y sin saber cómo de rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón lo antes posible el cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran espíritu de colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había pasado nada pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión celular en la plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y a Ossip, sobre todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá...
-Déjela irse -le pidió Oliveira al policía-. La pobre está más borracha que yo.
Bajó la cabeza a tiempo para esquivar el golpe. Otro policía lo agarró por la cintura, y de un solo envión lo metió en el camión celular. Le tiraron encima a Emmanuèle, que cantaba algo parecido a Le temps des cérises. Los dejaron solos dentro del camión, y Oliveira se frotó el muslo que le dolía atrozmente, y unió su voz para cantar Le temps des cérises, si era eso. El camión arrancó como si lo largaran con una catapulta.
-Et tous nos amours -vociferó Emmanuèle.
-Et tous nos amours -dijo Oliveira, tirándose en el banco y buscando un cigarrillo-. Esto, vieja, ni Heráclito.
-Tu me fais chier -dijo Emmanuèle, poniéndose a llorar a gritos-. Et tous nos amours -cantó entre los sollozos. Oliveira oyó que los policías se reían, mirándolos por entre las rejas. "Bueno, si quería tranquilidad la voy a tener en abundancia. Hay que aprovecharla, che, nada de hacer lo que estas pensando." Telefonear para contar un sueño divertido estaba bien, pero basta, no insistir. Cada uno por su lado, la hidropesía se cura con paciencia, con mierda y con soledad. Por lo demás el Club estaba liquidado, todo estaba felizmente liquidado y lo que todavía quedaba por liquidar era cosa de tiempo. El camión frenó en una esquina y cuando Emmanuèle gritaba Quand il reviendra, le temps des cérises, uno de los policías abrió la ventanilla y les vaticinó que si no se callaban les iba a romper la cara a patadas. Emmanuèle se acostó en el piso del camión, boca abajo y llorando a gritos, y Oliveira le puso los pies sobre el traste y se instalo cómodamente en el banco. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.
-Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja llorona.
-Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.
-Il est beau -dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura-. Il a l'air farouche.
El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo y se puso a mirar. "No se ve nada, Jo", dijo. "Sí que se ve, rico", dijo Jo. "No, no, no, no." "Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND YOU'LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE." "Es de noche, Jo." Jo sacó una caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de entusiasmo, patterns pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle sentándose en el piso del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no veo nada, más luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro, la cabeza del Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como estrellas verdes, patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse al suelo como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de bosta, mirar el mundo a través del ojo del culo, and you´ll see patterns pretty as can be, la piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la punta del zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto se desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y la bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, cielo, flatus vocis), sino caminar con pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra, acabaría por entrar en el kibbutz.
-Yo en realidad tendría que ir -le dijo Oliveira a un gato negro de la rue Danton-. Una cierta obligación estética, completar la figura. El tres, la Cifra. Pero no hay que olvidarse de Orfeo. Tal vez rapándome, llenándome la cabeza de ceniza, llegar con el cazo de las limosnas. No soy ya el que conocisteis, oh mujeres. Histrio. Mimo. Noche de empusas, lamias, mala sombra, final del gran juego. Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo. Irremisiblemente. No las veré nunca más, está escrito. O toi que voilà, qu'as tu fait de ta jeunesse? Un inquisidor, realmente esa chica saca cada figura... En todo caso un autoinquisidor, et encore... Epitafio justísimo: Demasiado blando. Pero la inquisición blanda es terrible, torturas de sémola, hogueras de tapioca, arenas movedizas, la medusa chupando solapada. La medusa solando chulapada. Y en el fondo demasiada piedad, yo que me creía despiadado. No se puede querer lo que quiero, y en la forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los otros. Había que saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra, me salvara o me matara, pero sin la rue Dauphine, sin el chico muerto, sin el Club y todo el resto. ¿Vos no creés, che?
El gato no dijo nada.
Hacía menos frío junta al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de lo que se tiran, buscó un puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo. "Curioso que de golpe una frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a la tercera vez empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una frase absurda, que por ejemplo una frase como: "La esperanza, esa Palmira gorda' es completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz; colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. Hojo, Horacio", hanotó Holiveira sentándose en el parapeto debajo del puente, oyendo los ronquidos de los clochards debajo de sus montones de diarios y arpilleras.
Por una vez no le era penoso ceder a la melancolía. Con un nuevo cigarrillo que le daba calor, entre los ronquidos que venían como del fondo de la tierra, consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba de su kibbutz. Puesto que la esperanza no era más que una Palmira gorda, ninguna razón para hacerse ilusiones. Al contrario, aprovechar la refrigeración nocturna para sentir lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre su cabeza, que su búsqueda incierta era un fracaso y que a lo mejor en eso precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas Oliveira tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias gastadas por su propia mentira como también se había dicho en el Club, esas coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las carencias, con todo lo que le habían robado al poeta, la nostalgia vehemente de un territorio donde la vida pudiera balbucearse desde otras brújulas y otros nombres. Aunque la muerte estuviera en la esquina con su escoba en alto, aunque la esperanza no fuera más que una Palmira gorda. Y un ronquido, y de cuando en cuando un pedo.
Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibbutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas certificadas auténticas, el Norte al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas, comprender, vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más imposible a esa hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera perseguido de acuerdo con la tribu, meritoriamente y sin ganarse el vistoso epíteto de inquisidor, sin que le hubieran dado vuelta la cara de un revés, sin gente llorando y mala conciencia y ganas de tirar todo al diablo y volverse a su libreta de enrolamiento y a un hueco abrigado en cualquier presupuesto espiritual o temporal. Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora. Y entonces podía meter la cara entre las manos, dejando nada más que el espacio para que pasara el cigarrillo y quedarse junto al río, entre los vagabundos, pensando en su kibbutz.
La clocharde se despertó de un sueño en el que alguien le había dicho repetidamente: "Ça suffit, conâsse", y supo que Célestin se había marchado en plena noche llevándose el cochecito de niño lleno de latas de sardinas (en mal estado) que por la tarde les habían regalado en el ghetto del Marais. Toto y Lafleur dormían como topos, fumando. Amanecía.
La clocharde retiró delicadamente las sucesivas ediciones de France-Soir que la abrigaban, y se rascó un rato la cabeza. A las seis había una sopa caliente en la rue du Jour. Casi seguramente Célestin iría a la sopa, y podría quitarle las latas de sardinas si no se las había vendido ya a Pipon o a La Vase.
-Merde -dijo la clocharde, iniciando la complicada tarea de enderezarse-. Y a la bise, c'est cul.
Arropándose con un sobretodo negro que le llegaba hasta los tobillos, se acercó al nuevo. El nuevo estaba de acuerdo en que el frío era casi peor que la policía. Cuando le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió, la clocharde pensó que lo conocía de alguna parte. El nuevo le dijo que también él la conocía de alguna parte, y a los dos les gustó mucho reconocerse a esa hora de la madrugada. Sentándose en el poyo de al lado, la clocharde dijo que todavía era temprano para ir a la sopa. Discutieron sopas un rato, aunque en realidad el nuevo no sabía nada de sopas, había que explicarle dónde quedaban las mejores, era realmente un nuevo pero se interesaba mucho por todo y tal vez se atreviera a quitarle las sardinas a Célestin. Hablaron de las sardinas y el nuevo prometió que apenas encontrara a Célestin se las reclamaría.
-Va a sacar el gancho -previno la clocharde-. Hay que andar rápido y pegarle con cualquier cosa en la cabeza. A Tonio le tuvieron que dar cinco puntadas, gritaba que se lo oía hasta Pontoise. C'est cul, Pontoise -agregó la clocharde entregándose a la añoranza.
El nuevo miraba amanecer sobre la punta del Vert-Galant, el sauce que iba sacando sus finas arañas de la bruma. Cuando la clocharde le preguntó por qué temblaba con semejante canadiense, se encogió de hombros y le ofreció en nuevo cigarrillo. Fumaban y fumaban, hablando y mirándose con simpatía. La clocharde le explicaba las costumbres de Célestin y el nuevo se acordaba de las tardes en que la habían visto abrazada a Célestin en todos los bancos y pretiles del Pont des Arts, en la esquina del Louvre frente a los plátanos como tigres, debajo de los portales de Saint-Germain l'Auxerrois, y una noche en la rue Gît-le-Coeur, besándose y rechazándose alternativamente, borrachos perdidos, Célestin con una blusa de pintor y la clocharde como siempre debajo de cuatro o cinco vestidos y algunas gabardinas y sobretodos, sosteniendo un lío de género rojo de donde salían pedazos de mangas y una corneta rota, tan enamorada de Célestin que era admirable, llenándole la cara de rouge y de algo como grasa, espantosamente perdidos en su idilio público, metiéndose al final por la rue de Nevers, y entonces la Maga había dicho: "Es ella la que está enamorada, a él no le importa nada", y lo había mirado un instante antes de agacharse para juntar un piolincito verde y arrollárselo al dedo.
-A esta hora no hace frío -decía la clocharde, dándole ánimos-. Voy a ver si a Lafleur la ha quedado un poco de vino. El vino asienta la noche. Célestin se llevó dos litros que eran míos, y las sardinas. No, no le queda nada. Usted que está bien vestido podría comprar un litro en lo de Habeb. Y pan, si le alcanza -le caía muy bien el nuevo, aunque en ell fondo sabía que no era nuevo, que estaba bien vestido y podía acodarse en el mostrador de Habeb y tomarse un pernod tras otro sin que los otros protestaran por el mal olor y esas cosas. El nuevo seguía fumando, asintiendo vagamente, con la cabeza en otro lado. Cara conocida. Célestin hubiera acertado en seguida porque Célestin, para las caras... -A las nueve empieza el frío de verdad. Viene del barro, de abajo. Pero podemos ir a la sopa, es bastante buena.
(Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a Pierre Curie ("¿Pierre Curie?", preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a aprender), ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose contra la caja de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se sabía bien por qué. En esos días todo era todavía kibbutz, o por lo menos posibilidad de kibbutz, y andar por la calle escribiendo RIP en las cajas de los bouquinistes y admirando a la clocharde enamorada formaba parte de una confusa lista de ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando atrás. Y así era, y hacía frío, y no había kibbutz. Salvo la mentira de ir a comprarle el vino tinto a Habeb y fabricarse un kibbutz igualito al de Kubla Khan, salvadas las distancias entre el láudano y el tintillo del viejo Habeb.)
In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree.
-Extranjero -dijo la clocharde, con menoos simpatía por el nuevo-. Español, eh. Italiano.
-Una mezcla -dijo Oliveira, haciendo un esfuerzo viril para soportar el olor.
-Pero usted trabaja, se ve -lo acusó la clocharde.
-Oh, no. En fin, le llevaba los libros a un viejo, pero hace rato que no nos vemos.
-No es una vergüenza, siempre que no se abuse. Yo, de joven...
-Emmanuèle -dijo Oliveira, apoyándole la mano en el lugar donde, muy abajo, debía estar el hombro. La clocharde se sobresaltó al oír el nombre, lo miró de reojo y después sacó un espejito del bolsillo del sobretodo y se miró la boca. Oliveira se preguntó qué cadena inconcebible de circunstancias podía haber permitido que la clocharde tuviera el pelo oxigenado. La operación de untarse la boca con un final de barra de rouge la ocupaba profundamente. Sobraba tiempo para tratarse a sí mismo y una vez más de imbécil. La mano en el hombro después de lo de Berthe Trépat. Con resultados que eran del dominio público. Una autopatada en el culo que lo diera vuelta como un guante. Cretinaccio, furfante, infecto pelotudo. RIP, RIP. Malgré le tourisme.
-¿Cómo sabe que me llamo Emmanuèle?
-Ya no me acuerdo. Alguien me lo habrá dicho.
Emmanuèle sacó una lata de pastillas Valda llena de polvos rosa y empezó a frotarse una mejilla. Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por supuesto que. Célestin: infatigable. Docenas de latas de sardinas, le salaud. De golpe se acordó.
-Ah -dijo.
-Probablemente -consintió Oliveira, envolviéndose lo mejor posible en humo.
-Los vi juntos muchas veces -dijo Emmanuèle.
-Andábamos por ahí.
-Pero ella solamente hablaba conmigo cuando estaba sola. Una chica muy buena, un poco loca.
"Ponele la firma", pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba cada vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable todavía, una chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un diploma, bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a las palomas de la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de risa. A veces mala.
-Nos peleamos -dijo Emmanuèle- porque me aconsejó que dejara en paz a Célestin. No vino nunca más, pero yo la quería mucho.
-¿Tantas veces había venido a charlar con usted?
-No le gusta, ¿verdad?
-No es eso -dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso, porque la Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la clocharde, y una elemental generalización lo llevaba, etc. Celos retrospectivos, véase Proust, sutil tortura and so on. Probablemente iba a llover, el sauce estaba como suspendido en un aire húmedo. En cambio haría menos frío, un poco menos de frío. Quizá agregó algo como: "Nunca me habló mucho de usted", porque Emmanuèle soltó una risita satisfecha y maligna, y siguió untándose polvos rosa con un dedo negruzco; de cuando en cuando levantaba la mano y se daba un golpe seco en el pelo apelmazado, envuelto por una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que en realidad era una bufanda sacada de un tacho de basura. En fin, había que irse, subir a la ciudad, tan cerca ahí a seis metros de altura, empezando exactamente al otro lado del pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón donde las palomas dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin fuerza, la pálida sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que no baja porque seguramente iba a lloviznar como siempre.
Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon juntos la escalera. En la de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue de l'Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle condescendió a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y se hicieron una excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con fósforos desconfiados. Desde el otro lado de los portales venía un ronquido como de ajo y coliflor y olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira resbaló hasta quedar lo más bien instalado en el rincón contra la pared, pegado a Emmanuèle que ya estaba bebiendo de la botella y resoplaba satisfecha entre trago y trago. Deseducación de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana. Un minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier aprendizaje. Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque un cuarto litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro, satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo, amonestaba maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas, su cara se encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas de mugre en la frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha triunfal de diosa siria pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza criselefantina revolcada en el polvo, con placas de sangre y mugre pero conservando la diadema eterna a franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada en el polvo y pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados, hasta que el más payaso se arrodillaba entre las aclamaciones de los otros, el falo erecto sobre la diosa caída, masturbándose contra el mármol y dejando que la esperma la entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían arrancado las piedras preciosas, en la boca entreabierta que aceptaba la humillación como una última ofrenda antes de rodar el olvido. Y era tan natural que en la sombra la mano de Emmanuèle tanteara el brazo de Oliveira y se posara confiadamente, mientras la otra mano buscaba la botella y se oía el gluglú y un resoplar satisfecho, tan natural que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el signo contrario como posible forma de sobrevivencia. Y aunque Oliveira desconfiara de la hebriedad, hastuta cómplice del Gran Hengaño, algo le decía que también allí había kibbutz, que detrás, siempre detrás había esperanza de kibbutz. No una certidumbre metódica, oh no, viejo querido, eso no por lo que más quieras, ni un in vino veritas ni una dialéctica a lo Fichte u otros lapidarios spinozianos, solamente como una aceptación en la náusea, Heráclito se había hecho enterrar en un montón de estiércol para curarse la hidropesía, alguien lo había dicho esa misma noche, alguien que ya era como de otra vida, alguien como Pola o Wong, gentes que el había vejado nada más que por querer entablar contacto por el buen lado, reinventar el amor como la sola manera de entrar alguna vez en su kibbutz. En la mierda hasta el cogote, Heráclito el Oscuro, exactamente igual que ellos pero sin el vino, y además para curarse la hidropesía. Entonces tal vez fuera eso, estar en la mierda hasta el cogote y también esperar, porque seguramente Heráclito había tenido que quedarse en la mierda días enteros, y Oliveira se estaba acordando de que también Heráclito había dicho que si no se esperaba jamás se encontraría lo inesperado, tuércelo el cuello al cisne, había dicho Heráclito, pero no, por supuesto que no había dicho semejante cosa, y mientras bebía otro largo trago y Emmanuèle se reía en la penumbra al oír el gluglú y le acariciaba el brazo como para mostrarle que apreciaba su compañía y la promesa de ir a quitarle las sardinas a Célestin, a Oliveira le subía como un eructo vinoso el doble apellido del cisne estrangulable, y le daban unas enormes ganas de reírse y contarle a Emmanuèle, pero en cambio le devolvió la botella que estaba casi vacía, y Emmanuèle se puso a cantar desgarradoramente Les Amants du Havre, una canción que cantaba la Maga cuando estaba triste, pero Emmanuèle la cantaba con un arrastre trágico, desentonando y olvidándose de las palabras mientras acariciaba a Oliveira que seguía pensando en que sólo el que espera podrá encontrar lo inesperado, y entrecerrando los ojos para no aceptar la vaga luz que subía de los portales, se imaginaba muy lejos (¿al otro lado del mar, o era un ataque de patriotismo?) el paisaje tan puro que casi no existía de su kibbutz. Evidentemente había que torcerle el cuello al cisne, aunque no lo hubiese mandado Heráclito. Se estaba poniendo sentimental, puisque la terre est ronde, mon amour, t'en fais pas con el vino y la voz pegajosa se estaba poniendo sentimental, todo acabaría en llanto y autoconmiseración, como Babs, pobrecito Horacio anclado en París, cómo habrá cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, y el viejo arrabal. Pero aunque pusiera toda su rabia en encender otro Gauloise, muy lejos en el fondo de los ojos seguía viendo su kibbutz, no al otro lado del mar o a lo mejor al otro lado del mar, o ahí afuera en la rue Galande o en Puteaux o en la rue de la Tombe Issoire, de cualquier manera su kibbutz estaba siempre ahí y no era un espejismo.
-No es un espejismo, Emmanuèle.
-Ta gueule, mon pote -dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras faldas para encontrar la otra botella.
Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué color tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la introdujo rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro camión por la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez... Pero hubiera sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una mujer sensible que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente, frotándose contra Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo, ronroneando pasajes de ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el cigarrillo entre los labios hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la escuchaba, la dejaba que se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no era mejor que ella y que en el peor de los casos siempre podría curarse como Heráclito, tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente y de lo más matter of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y poder pensar al mismo tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la mierda hasta el cogote sin estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía, sencillamente dibujando una figura que su mundo le hubiera perdonado bajo forma de sentencia o de lección, y que de contrabando había cruzado la línea del tiempo hasta llegar mezclada con la teoría, apenas un detalle desagradable y penoso al lado del diamante estremecedor del panta rhei, una terapéutica bárbara que ya Hipócrates hubiera condenado, como por razones de elemental higiene hubiera igualmente condenado que Emmanuèle se echara poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lamiera humildemente la pija, sosteniendo su comprensible abandono con los dedos y murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los niños de pecho, por completo indiferente a la meditación que acontecía un poco más arriba, ahincada en un menester que poco provecho podía darle, procediendo por alguna oscura conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su primer noche de clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar a Célestin, se olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su idioma de salvaje americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se dejaba ir con un suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo por un segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que todavía una vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y postales de Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde afuera, atenta y analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra él temblando, reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada como la diosa siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía, se sentaba bruscamente y decía: On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris que sin saber cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las piernas del vigilante contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una botella vacía rodando bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el muslo, la cachetada feroz en plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía, y sin saber cómo de rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón lo antes posible el cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran espíritu de colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había pasado nada pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión celular en la plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y a Ossip, sobre todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá...
-Déjela irse -le pidió Oliveira al policía-. La pobre está más borracha que yo.
Bajó la cabeza a tiempo para esquivar el golpe. Otro policía lo agarró por la cintura, y de un solo envión lo metió en el camión celular. Le tiraron encima a Emmanuèle, que cantaba algo parecido a Le temps des cérises. Los dejaron solos dentro del camión, y Oliveira se frotó el muslo que le dolía atrozmente, y unió su voz para cantar Le temps des cérises, si era eso. El camión arrancó como si lo largaran con una catapulta.
-Et tous nos amours -vociferó Emmanuèle.
-Et tous nos amours -dijo Oliveira, tirándose en el banco y buscando un cigarrillo-. Esto, vieja, ni Heráclito.
-Tu me fais chier -dijo Emmanuèle, poniéndose a llorar a gritos-. Et tous nos amours -cantó entre los sollozos. Oliveira oyó que los policías se reían, mirándolos por entre las rejas. "Bueno, si quería tranquilidad la voy a tener en abundancia. Hay que aprovecharla, che, nada de hacer lo que estas pensando." Telefonear para contar un sueño divertido estaba bien, pero basta, no insistir. Cada uno por su lado, la hidropesía se cura con paciencia, con mierda y con soledad. Por lo demás el Club estaba liquidado, todo estaba felizmente liquidado y lo que todavía quedaba por liquidar era cosa de tiempo. El camión frenó en una esquina y cuando Emmanuèle gritaba Quand il reviendra, le temps des cérises, uno de los policías abrió la ventanilla y les vaticinó que si no se callaban les iba a romper la cara a patadas. Emmanuèle se acostó en el piso del camión, boca abajo y llorando a gritos, y Oliveira le puso los pies sobre el traste y se instalo cómodamente en el banco. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.
-Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja llorona.
-Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.
-Il est beau -dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura-. Il a l'air farouche.
El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo y se puso a mirar. "No se ve nada, Jo", dijo. "Sí que se ve, rico", dijo Jo. "No, no, no, no." "Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND YOU'LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE." "Es de noche, Jo." Jo sacó una caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de entusiasmo, patterns pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle sentándose en el piso del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no veo nada, más luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro, la cabeza del Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como estrellas verdes, patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse al suelo como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de bosta, mirar el mundo a través del ojo del culo, and you´ll see patterns pretty as can be, la piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la punta del zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto se desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y la bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, cielo, flatus vocis), sino caminar con pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra, acabaría por entrar en el kibbutz.
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