Capítulo 7
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Capítulo 7
Mi noche se llena de sueños inquietantes. La cara de la chica pelirroja se entremezcla con imágenes sangrientas de los anteriores Juegos del Hambre, con mi madre retraída e inalcanzable, y con Prim escuálida y aterrorizada. Me despierto gritándole a mi padre que corra, justo antes de que la mina estalle en un millón de mortíferas chispas de luz.
El alba empieza a entrar por las ventanas, y el Capitolio tiene un aire brumoso y encantado. Me duele la cabeza y me parece que me he mordido el interior de la mejilla por la noche; lo compruebo con la lengua y noto el sabor a sangre.
Salgo de la cama poco a poco y me meto en la ducha, donde pulso botones al azar en el panel de control y término dando saltitos para soportar los chorros alternos de agua helada y agua abrasadora que me atacan. Después me cae una avalancha de espuma con olor a
limón que al final tengo que rasparme del cuerpo con un cepillo de
cerdas duras. En fin, al menos me ha puesto la circulación en marcha.
Después de secarme e hidratarme con crema, encuentro un traje que me han dejado delante del armario: pantalones negros ajustados, una túnica de manga larga color burdeos y zapatos de cuero. Me recojo el pelo en una trenza. Es la primera vez, desde la mañana de la cosecha, que me parezco a mí misma: nada de peinados y ropa elegantes, nada de capas en llamas, sólo yo, con el aspecto que tendría si fuera al bosque. Eso me calma.
Haymitch no nos había dado una hora exacta para desayunar y nadie me había llamado, pero tengo tanta hambre que me dirijo al
comedor esperando encontrar comida. Lo que encuentro no me decepciona: aunque la mesa principal está vacía, en una larga mesa de un lateral hay al menos veinte platos. Un joven, un avox, espera instrucciones junto al banquete. Cuando le pregunto si puedo servirme yo misma, asiente. Me preparo un plato con huevos, salchichas, pasteles cubiertos de confitura de naranja y rodajas de melón morado claro. Mientras me atiborro, observo la salida del sol sobre el Capitolio. Me sirvo un segundo plato de cereales calientes cubiertos de estofado de ternera. Finalmente, lleno uno de los platos con panecillos y me siento en la mesa, donde me dedico a cortarlos en trocitos y mojarlos en el chocolate caliente, como había hecho Peeta en el tren.
Empiezo a pensar en mi madre y Prim; ya estarán levantadas. Mi madre preparará el desayuno de gachas y Prim ordeñará su cabra
antes de irse al colegio. Hace tan sólo dos mañanas, yo estaba en casa. ¿Dos? Sí, sólo dos. Ahora la casa me parece vacía, incluso desde tan lejos. ¿Qué dijeron anoche sobre mi fogoso debut en los juegos? ¿Les dio esperanzas o se asustaron más al ver la realidad de aquellos veinticuatro tributos juntos, sabiendo que sólo uno podría sobrevivir?
Haymitch y Peeta entran en el comedor y me dan los buenos días, para después pasar a llenarse los platos. Me irrita que Peeta lleve exactamente la misma ropa que yo; tengo que comentarle algo a
Cinna, porque este juego de los gemelos nos va a estallar en la cara
cuando empiece la competición; seguro que lo saben. Entonces recuerdo que Haymitch me dijo que hiciera todo lo que me ordenasen los estilistas. De haber sido otra persona y no Cinna, habría sentido la tentación de no hacerle caso, pero después del triunfo de anoche no tengo mucho que criticar.
El entrenamiento me pone nerviosa. Hay tres días para que todos los tributos practiquen juntos. La última tarde tendremos la oportunidad de actuar en privado delante de los Vigilantes de los juegos. La idea de encontrarme cara a cara con los demás tributos me revuelve las tripas; empiezo a darle vueltas al panecillo que acabo de coger de la cesta, pero se me ha quitado el apetito.
Después de comerse varios platos de estofado, Haymitch suspira, satisfecho, saca una petaca del bolsillo, le da un buen trago y apoya
los codos en la mesa.
--Bueno, vayamos al asunto: el entrenamiento. En primer lugar, si queréis, podéis entrenaros por separado. Decididlo ahora.
--¿Por qué íbamos a querer hacerlo por separado? --pregunto.
--Supón que tienes una habilidad secreta que no quieres que conozcan los demás.
--No tengo ninguna --dice Peeta, en respuesta a mi mirada--. Y ya sé cuál es la tuya, ¿no? Me he comido más de una de tus ardillas.
No se me había ocurrido que Peeta probase las ardillas que yo cazaba; siempre me había imaginado que el panadero las freía en secreto para comérselas él. No por glotonería, sino porque las familias de la ciudad suelen comer la carne de la carnicera, que es más cara: ternera, pollo y caballo.
--Puedes entrenarnos juntos --le digo a Haymitch. Peeta asiente.
--De acuerdo, pues dadme alguna idea de lo que sabéis hacer.
--Yo no sé hacer nada --responde Peeta--, a no ser que cuente el saber hacer pan.
--Lo siento, pero no cuenta. Katniss, ya sé que eres buena con el cuchillo.
--La verdad es que no, pero sé cazar. Con arco y flechas.
--¿Y se te da bien? --pregunta Haymitch. Tengo que pensármelo. Llevo cuatro años encargándome de poner comida en la mesa, lo que no es moco de pavo. No soy tan buena como mi padre, pero él tenía más práctica. Apunto mejor que Gale, pero yo tengo más práctica; él es un genio de las trampas.
--No se me da mal --respondo.
--Es excelente --dice Peeta--. Mi padre le compra las ardillas y siempre comenta que la flecha nunca agujerea el cuerpo, siempre le da en un ojo. Igual con los conejos que le vende a la carnicera, y hasta es capaz de cazar ciervos.
Esta evaluación de mis habilidades me pilla completamente desprevenida. En primer lugar, el hecho de que se haya dado cuenta, y, en segundo, que me esté halagando así.
--¿Qué haces? --le pregunto, suspicaz.
--¿Y qué haces tú? Si quieres que Haymitch te ayude, tiene que saber de lo que eres capaz. No te subestimes.
--¿Y tú qué? --pregunto, a la defensiva; por algún motivo, su comentario me sienta mal--. Te he visto en el mercado, puedes levantar sacos de harina de cuarenta y cinco kilos. Díselo. Sí que sabes hacer algo.
--Sí, y seguro que el estadio estará lleno de sacos de harina para
que se los lance a la gente. No es como que a uno se le dé bien manejar armas, ya lo sabes.
--Se le da bien la lucha libre --le digo a Haymitch--. Quedó el segundo en la competición del colegio del año pasado, por detrás de su hermano.
--¿Y de qué sirve eso? ¿Cuántas veces has visto matar a alguien así? --pregunta Peeta, disgustado.
--Siempre está el combate cuerpo a cuerpo. Sólo necesitas hacerte con un cuchillo y, al menos, tendrás una oportunidad. Si me atrapan, ¡estoy muerta!
Noto que empiezo a subir el tono.
--¡Pero no lo harán! Estarás viviendo en lo alto de un árbol, alimentándote de ardillas crudas y disparando flechas a la gente.
¿Sabes qué me dijo mi madre cuando vino a despedirse, como si quisiera darme ánimos? Me dijo que quizá el Distrito 12 tuviese por fin
un ganador este año. Entonces me di cuenta de que no se refería a
mí. ¡Se refería a ti! --estalla Peeta.
--Vamos, se refería a ti --digo, quitándole importancia con un gesto de la mano.
--Dijo: «Esa chica sí que es una superviviente». Esa chica.
Eso me detiene en seco. ¿De verdad le dijo su madre eso sobre mí? ¿Me valoraba más que a su hijo? Veo el dolor en los ojos de Peeta y sé que no me miente.
De repente, me encuentro detrás de la panadería, y siento la tripa vacía y el frío de la lluvia bajándome por la espalda; cuando vuelvo a hablar, parece que tengo once años:
--Pero sólo porque alguien me ayudó.
Los ojos de Peeta se clavan en el panecillo que tengo en la mano, y yo sé que también recuerda aquel día. Sin embargo, se encoge de hombros.
--La gente te ayudará en el estadio. Estarán deseando patrocinarte.
--Igual que a ti.
--No lo entiende --dice Peeta, dirigiéndose a Haymitch y poniendo los ojos en blanco--. No entiende el efecto que ejerce en los demás.
Acaricia los nudos de la madera de la mesa y se niega a mirarme.
¿Qué narices quiere decir? ¿Que la gente me ayuda? ¡Cuando me moría de hambre no me ayudó nadie! Nadie salvo él. Las cosas cambiaron una vez tuve algo con lo que comerciar; soy buena negociando..., ¿o no? ¿Qué efecto ejerzo en la gente? ¿Creen que soy débil y necesitada? ¿Está insinuando que consigo buenos tratos porque le doy pena a la gente? Intento analizar si es cierto. Quizás algunos de los comerciantes fuesen algo generosos en los trueques, pero siempre lo había atribuido a su larga relación con mi padre. Además, mis presas son de primera calidad. ¡No le doy pena a nadie!
Miro con rabia el panecillo, segura de que lo ha dicho para insultarme.
Al cabo de un minuto, Haymitch interviene.
--Bueno, de acuerdo. Bien, bien, bien. Katniss, no podemos garantizar que encuentres arcos y flechas en el estadio, pero, durante tu sesión privada con los Vigilantes, enséñales lo que sabes hacer. Hasta entonces, mantente lejos de los arcos. ¿Se te dan bien las trampas?
--Sé unas cuantas básicas --mascullo.
--Eso puede ser importante para la comida --dice Haymitch--. Y, Peeta, ella tiene razón: no subestimes el valor de la fuerza en el
campo de batalla. A menudo la fuerza física le da la ventaja definitiva a un jugador. En el Centro de Entrenamiento tendrán pesas, pero no les muestres a los demás tributos lo que eres capaz de levantar. El plan será igual para los dos: id a los entrenamientos en grupo; pasad algún tiempo aprendiendo algo que no sepáis; tirad lanzas, utilizad mazas o aprended a hacer buenos nudos. Sin embargo, guardaos lo que mejor se os dé para las sesiones privadas. ¿Está claro? --Peeta y yo asentimos--. Una última cosa. En público, quiero que estéis juntos en todo momento. --Los dos empezamos a protestar, y Haymitch golpea la mesa con la palma de la mano--. ¡En todo momento! ¡Fin de la discusión! ¡Acordasteis hacer lo que yo dijera! Estaréis juntos y seréis amables el uno con el otro. Ahora, salid de aquí. Reuníos con Effie en el ascensor a las diez para el entrenamiento.
Me muerdo el labio y vuelvo de mal humor a mi habitación, asegurándome de que Peeta pueda oír que cierro de un portazo. Me siento en la cama, odiando a Haymitch, odiando a Peeta, odiándome a mí misma por mencionar aquel día lejano bajo la lluvia.
¡Menuda broma! ¡Peeta y yo fingiendo ser amigos! Ensalzamos las habilidades del otro, insistimos en que no se subestime... Debe de ser una broma, porque en algún momento tendremos que abandonar la farsa y aceptar que somos adversarios a muerte. Estaría dispuesta a hacerlo ahora mismo, si no fuese por la estúpida orden de Haymitch, que nos obliga a permanecer juntos durante el entrenamiento. Supongo que es culpa mía por decirle que no tenía por qué entrenarnos por separado. Sin embargo, eso no quiere decir que quiera hacerlo todo con Peeta, quien, por cierto, está claro que tampoco quiere tenerme de compañera.
Oigo en mi cabeza la voz de Peeta: «No entiende el efecto que ejerce en los demás». Lo decía para menospreciarme, ¿no? Aunque una diminuta parte de mí se pregunta si no sería un piropo, si no querría decir que tengo algún tipo de atractivo. Es raro que me haya prestado tanta atención, como, por ejemplo, con lo de la caza. Y, al parecer, yo tampoco era tan ajena a él como creía: la harina, la lucha libre... Le he seguido la pista al chico del pan.
Son casi las diez. Me cepillo los dientes y me peino de nuevo. Los nervios por encontrarme con los demás tributos bloquean temporalmente el enfado, aunque ahora noto que aumenta mi ansiedad. Cuando me reúno con Effie y Peeta en el ascensor, noto que me estoy mordiendo las uñas y paro de inmediato.
Las salas de entrenamiento están bajo el nivel del suelo de
nuestro edificio. El trayecto en ascensor es de menos de un minuto, y después las puertas se abren para dejarnos ver un gimnasio lleno de armas y pistas de obstáculos. Todavía no son las diez, pero somos los últimos en llegar. Los otros tributos están reunidos en un círculo muy tenso, con un trozo de tela prendido a la camisa en el que se puede leer el número de su distrito. Mientras alguien me pone el número doce en la espalda, hago una evaluación rápida: Peeta y yo somos la única pareja que va vestida de la misma forma.
En cuanto nos unimos al círculo, la entrenadora jefe, una mujer alta y atlética llamada Atala, da un paso adelante y nos empieza a explicar el horario de entrenamiento. En cada puesto habrá un experto en la habilidad en cuestión, y nosotros podremos ir de una zona a otra como queramos, según las instrucciones de nuestros mentores. Algunos puestos enseñan tácticas de supervivencia y otros técnicas de lucha. Está prohibido realizar ejercicios de combate con otro tributo. Tenemos ayudantes a mano si queremos practicar con un compañero.
Cuando Atala empieza a leer la lista de habilidades, no puedo evitar fijarme en los demás chicos. Es la primera vez que estamos
reunidos en tierra firme y con ropa normal. Se me cae el alma a los
pies: casi todos los chicos, y al menos la mitad de las chicas, son más grandes que yo, aunque muchos han pasado hambre. Se les nota en los huesos, en la piel, en la mirada vacía. Puede que yo sea más bajita de nacimiento, pero, en general, el ingenio de mi familia me da una ventaja en el estadio. Me pongo derecha y sé que, aunque esté delgada, soy fuerte; la carne y las plantas del bosque, junto con el ejercicio necesario para conseguirlas, me han proporcionado un cuerpo más sano que los que veo a mi alrededor.
Las excepciones son los chicos de los distritos más ricos, los voluntarios, a los que alimentan y entrenan toda la vida para este momento. Los tributos del 1, 2 y 4 suelen tener ese aspecto. En teoría, va contra las reglas entrenar a los tributos antes de llegar al Capitolio, cosa que sucede todos los años. En el Distrito 12 los llamamos tributos profesionales o sólo profesionales, y casi siempre son los que ganan.
La ligera ventaja que tenía al entrar en el Centro de Entrenamiento, mi fogoso debut de anoche, parece desvanecerse ante mis competidores. Los otros tributos nos tenían celos, pero no porque fuésemos asombrosos, sino porque lo eran nuestros estilistas. Ahora no veo nada más que desprecio en las caras de los tributos profesionales. Cualquiera de ellos pesa de veinte a cuarenta kilos más
que yo, y proyectan arrogancia y brutalidad. Cuando Atala nos deja marchar, van directos a las armas de aspecto más mortífero del gimnasio y las manejan con soltura.
Estoy pensando que es una suerte que se me dé bien correr, cuando Peeta me da un codazo y yo pego un bote. Sigue a mi lado, como nos ha dicho Haymitch.
--¿Por dónde te gustaría empezar? --me pregunta, serio.
Echo un vistazo a los tributos profesionales, que presumen de su habilidad en un claro intento de intimidar a los demás. Después a los otros, los desnutridos y los incompetentes, que reciben sus primeras clases de cuchillo o hacha sin dejar de temblar.
--¿Y si atamos unos cuantos nudos?
--Buena idea --contesta Peeta.
Nos acercamos a un puesto vacío. El entrenador parece encantado de tener alumnos; da la impresión de que la clase de hacer nudos no está teniendo mucho éxito. Cuando ve que sé algo sobre trampas, nos enseña una sencilla y magnífica que dejaría a un competidor humano colgado de un árbol por la pierna. Nos concentramos en ella durante una hora hasta que los dos dominamos la técnica y pasamos al puesto de camuflaje. Peeta parece disfrutar de verdad con él y se dedica a mezclar lodo, arcilla y jugos de bayas sobre su pálida piel, y a trenzar disfraces con vides y hojas. El entrenador que dirige el puesto está entusiasmado con su trabajo.
--Yo hago los pasteles --me confiesa Peeta.
--¿Los pasteles? --pregunto, porque estaba ocupada observando al chico del Distrito 2, que acababa de atravesar el corazón de un muñeco con una lanza a trece metros de distancia--. ¿Qué pasteles?
--En casa. Los glaseados, para la panadería.
Se refiere a los que tienen en exposición en los escaparates de la tienda: pasteles elegantes con flores y cosas bonitas pintadas en el glaseado. Son para cumpleaños y Año Nuevo. Cuando estamos en la plaza, Prim siempre me arrastra hasta allí para admirarlos, aunque nunca hemos podido permitirnos uno. Sin embargo, en el Distrito 12 hay poca belleza, así que no puedo negarle ese gusto.
Empiezo a mirar con un ojo más crítico el diseño del brazo de Peeta: el dibujo, que alterna luz y sombras, recuerda a la luz del sol atravesando las hojas de los bosques. Me pregunto cómo lo sabe, porque dudo que haya cruzado alguna vez la alambrada. ¿Lo habrá sacado con tan sólo mirar el viejo y esquelético manzano que tiene en su patio? No sé por qué, pero todo esto (su habilidad, los pasteles
inaccesibles, las alabanzas del experto en camuflaje) me molesta.
--Es encantador, aunque no sé si podrás glasear a alguien hasta la muerte.
--No te lo creas tanto. Nunca se sabe qué te puedes encontrar en el campo de batalla. ¿Y si es una tarta gigante...? --empieza a decir Peeta.
--¿Y si seguimos? --lo interrumpo.
Los tres días siguientes nos dedicamos a visitar con mucha tranquilidad los puestos. Aprendemos algunas cosas útiles, desde hacer fuego hasta tirar cuchillos, pasando por fabricar refugios. A pesar de la orden de Haymitch de parecer mediocres, Peeta sobresale en el combate cuerpo a cuerpo y yo arraso sin despeinarme en la prueba de plantas comestibles. Eso sí, nos mantenemos bien lejos de los arcos y las pesas, porque queremos reservarlo para las sesiones privadas.
Los Vigilantes aparecen nada más comenzar el primer día. Son unos veinte hombres y mujeres vestidos con túnicas de color morado intenso. Se sientan en las gradas que rodean el gimnasio, a veces dan vueltas para observarnos y tomar notas, y otras veces comen del interminable banquete que han preparado para ellos, sin hacernos caso. Sin embargo, parecen no quitarnos los ojos de encima a los tributos del Distrito 12. A veces levanto la cabeza y veo a uno de ellos mirándome. También hablan con los entrenadores durante nuestras comidas y los vemos a todos reunidos cuando volvemos.
Tomamos el desayuno y la cena en nuestra planta, pero a mediodía comemos los veinticuatro en el comedor del gimnasio. Colocan la comida en carros alrededor de la sala y cada uno se sirve lo que quiere. Los tributos profesionales tienden a reunirse en torno a una mesa, haciendo mucho ruido, como si desearan demostrar su superioridad, que no tienen miedo de nadie y que a los demás nos consideran insignificantes. Casi todos los demás tributos se sientan solos, como ovejas perdidas. Nadie nos dice nada; Peeta y yo comemos juntos, y, como Haymitch no deja de insistir en ello, intentamos mantener una conversación amistosa durante las comidas.
No es fácil encontrar un tema: hablar de casa resulta doloroso; hablar del presente es insoportable. Un día Peeta vacía nuestra cesta del pan y comenta que han procurado incluir panes de todos los distritos, además del refinado pan del Capitolio. La barra con forma de pez y teñida de verde con algas es del Distrito 4; el rollo con forma de media luna y semillas, del Distrito 11. Por algún motivo, aunque estén
hechos de lo mismo, me parecen mucho más apetitosos que las feas galletas fritas que solemos tomar en casa.
--Y eso es todo --dice Peeta, volviendo a meter el pan en la cesta.
--Tú sí que sabes.
--Sólo de pan. Vale, ríete como si hubiese dicho algo gracioso.
--Los dos dejamos escapar una carcajada más o menos convincente y no hacemos caso de las miradas que nos dirigen los demás--. De acuerdo, seguiré sonriendo amablemente mientras hablas tú --dice Peeta.
La orden de Haymitch de que parezcamos amigos nos está desgastando a los dos, porque, desde que di el portazo, se ha
levantado una barrera entre nosotros. En fin, tenemos que obedecer.
--¿Te he contado ya que una vez me persiguió un oso?
--No, pero suena fascinante.
Intento poner cara de interés mientras recuerdo el suceso, una historia real, en la que reté como una idiota a un oso negro por el derecho a quedarme con una colmena. Peeta se ríe y me hace preguntas en el momento preciso; esto se le da mucho mejor que a mí.
El segundo día, mientras estamos intentando el tiro de lanza, me
susurra:
--Creo que tenemos una sombra.
Lanzo y veo que no se me da demasiado mal, siempre que no esté muy lejos; entonces localizo a la niña del Distrito 11 detrás de nosotros, observándonos. Es la de doce años, la que me recordaba tanto a Prim por su estatura. De cerca aparenta sólo diez; sus ojos son oscuros y brillantes, su piel es de un marrón sedoso y está ligeramente de puntillas, con los brazos extendidos junto a los costados, como si estuviese lista para salir volando ante cualquier sonido. Es imposible mirarla y no pensar en un pájaro.
Cojo otra lanza mientras Peeta tira.
--Creo que se llama Rue --me dice en voz baja.
Me muerdo el labio. Rue, la armaga, una pequeña flor amarilla que crece en la Pradera. Rue..., Prim... Ninguna pasa de los treinta kilos, ni empapadas de agua.
--¿Qué podemos hacer? --le pregunto, en un tono más duro de lo
que pretendo.
--Nada, sólo hablar.
Ahora que sé que está aquí, me resulta difícil no hacer caso de la niña. Se acerca con sigilo y se une a nosotros en distintos puestos;
como a mí, se le dan bien las plantas, trepa con habilidad y tiene buena puntería. Acierta siempre con la honda, aunque ¿de qué sirve una honda contra un chico de cien kilos con una espada?
De vuelta en la planta del Distrito 12, Haymitch y Effie nos acribillan a preguntas durante el desayuno y la cena sobre todo lo ocurrido a lo largo del día: qué hemos hecho, quién nos ha observado, cómo son los demás tributos. Cinna y Portia no están por aquí, así que no hay nadie que aporte algo de cordura a las comidas; tampoco es que Haymitch y Effie sigan peleándose, sino todo lo contrario: parecen haber hecho pina y estar decididos a prepararnos como sea. Están llenos de interminables instrucciones sobre qué deberíamos hacer y qué no durante los entrenamientos. Peeta tiene más paciencia; yo estoy harta y me vuelvo maleducada.
Cuando por fin escapo a la cama la segunda noche, Peeta masculla:
--Alguien debería darle una copa a Haymitch.
Dejo escapar un ruido que está a medio camino entre un bufido y una carcajada, pero después me contengo. Intentar saber cuándo somos supuestamente amigos y cuándo no me está volviendo loca. Al menos en el estadio estará claro lo que hay.
--No, no finjamos si no hay nadie delante.
--Vale, Katniss --responde él, con cansancio.
Después de eso sólo hablamos delante de los demás.
El tercer día de entrenamiento empiezan a llamarnos a la hora de la comida para nuestras sesiones privadas con los Vigilantes. Distrito a distrito, primero el chico y luego la chica. Como siempre, el Distrito 12 se queda para el final, así que esperamos en el comedor, sin saber bien qué hacer. Nadie regresa después de la sesión. Conforme se vacía la sala, la presión por parecer amigos se aligera y, cuando por fin llaman a Rue, nos quedamos solos. Permanecemos sentados, en silencio, hasta que llaman a Peeta y él se levanta.
--Recuerda lo que dijo Haymitch sobre tirar las pesas --dice mi boca sin pedirme permiso.
--Gracias, lo haré. Y tú... dispara bien.
Asiento con la cabeza; no sé por qué he dicho nada, aunque, si pierdo, me gustaría que Peeta ganase. Sería mejor para nuestro distrito, mejor para Prim y mi madre.
Después de quince minutos, me llaman. Me aliso el pelo, enderezo los hombros y entro en el gimnasio. Al instante, sé que tengo
problemas, porque los Vigilantes llevan demasiado tiempo aquí dentro
y ya han visto otras veintitrés demostraciones. Además, casi todos han bebido demasiado vino y quieren irse a casa de una vez.
No puedo hacer más que seguir con el plan: me dirijo al puesto de
tiro con arco. ¡Ah, las armas! ¡Llevo días deseando ponerles las manos encima! Arcos hechos de madera, plástico, metal y materiales que ni siquiera sé nombrar. Flechas con plumas cortadas en líneas perfectamente uniformes. Escojo un arco, lo tenso y me echo al hombro el carcaj de flechas a juego. Hay un campo de tiro que me parece demasiado limitado, dianas estándar y siluetas humanas. Me dirijo al centro del gimnasio y escojo el primer objetivo: el muñeco de las prácticas de cuchillo. Sin embargo, cuando empiezo a tirar de la flecha, sé que algo va mal: la cuerda está más tensa que la de los arcos de casa y la flecha es más rígida. Me quedo a cinco centímetros de darle al muñeco y pierdo la poca atención que me había ganado. Durante un instante me siento humillada, pero después vuelvo a la diana, y disparo una y otra vez hasta que me acostumbro a las armas nuevas.
De vuelta al centro del gimnasio, me pongo en la posición inicial y le doy al muñeco justo en el corazón. Después corto la cuerda que sostiene el saco de arena para boxear. Sin detenerme, ruedo por el suelo, me levanto apoyada en una rodilla y disparo una flecha a una de las luces colgantes del alto techo del gimnasio, provocando una lluvia de chispas.
Ha sido una exhibición excelente. Me vuelvo hacia los Vigilantes y veo que algunos me dan su aprobación, pero que la mayoría sigue
concentrada en un cerdo asado que acaba de llegar a la mesa.
De repente, me pongo furiosa, me quema la sangre el que, con mi vida en juego, ni siquiera tengan la decencia de prestarme atención, que me eclipse un cerdo muerto. Empieza a latirme el corazón muy deprisa, me arde la cara y, sin pensar, saco una flecha del carcaj y la envió directamente a la mesa de los Vigilantes. Oigo gritos de alarma y veo que la gente retrocede, pasmada; la flecha da en la manzana que tiene el cerdo en la boca y la clava en la pared que hay detrás. Todos me miran, incrédulos.
--Gracias por su tiempo --digo; después hago una breve reverencia y me dirijo a la salida sin esperar a que me den permiso.
El alba empieza a entrar por las ventanas, y el Capitolio tiene un aire brumoso y encantado. Me duele la cabeza y me parece que me he mordido el interior de la mejilla por la noche; lo compruebo con la lengua y noto el sabor a sangre.
Salgo de la cama poco a poco y me meto en la ducha, donde pulso botones al azar en el panel de control y término dando saltitos para soportar los chorros alternos de agua helada y agua abrasadora que me atacan. Después me cae una avalancha de espuma con olor a
limón que al final tengo que rasparme del cuerpo con un cepillo de
cerdas duras. En fin, al menos me ha puesto la circulación en marcha.
Después de secarme e hidratarme con crema, encuentro un traje que me han dejado delante del armario: pantalones negros ajustados, una túnica de manga larga color burdeos y zapatos de cuero. Me recojo el pelo en una trenza. Es la primera vez, desde la mañana de la cosecha, que me parezco a mí misma: nada de peinados y ropa elegantes, nada de capas en llamas, sólo yo, con el aspecto que tendría si fuera al bosque. Eso me calma.
Haymitch no nos había dado una hora exacta para desayunar y nadie me había llamado, pero tengo tanta hambre que me dirijo al
comedor esperando encontrar comida. Lo que encuentro no me decepciona: aunque la mesa principal está vacía, en una larga mesa de un lateral hay al menos veinte platos. Un joven, un avox, espera instrucciones junto al banquete. Cuando le pregunto si puedo servirme yo misma, asiente. Me preparo un plato con huevos, salchichas, pasteles cubiertos de confitura de naranja y rodajas de melón morado claro. Mientras me atiborro, observo la salida del sol sobre el Capitolio. Me sirvo un segundo plato de cereales calientes cubiertos de estofado de ternera. Finalmente, lleno uno de los platos con panecillos y me siento en la mesa, donde me dedico a cortarlos en trocitos y mojarlos en el chocolate caliente, como había hecho Peeta en el tren.
Empiezo a pensar en mi madre y Prim; ya estarán levantadas. Mi madre preparará el desayuno de gachas y Prim ordeñará su cabra
antes de irse al colegio. Hace tan sólo dos mañanas, yo estaba en casa. ¿Dos? Sí, sólo dos. Ahora la casa me parece vacía, incluso desde tan lejos. ¿Qué dijeron anoche sobre mi fogoso debut en los juegos? ¿Les dio esperanzas o se asustaron más al ver la realidad de aquellos veinticuatro tributos juntos, sabiendo que sólo uno podría sobrevivir?
Haymitch y Peeta entran en el comedor y me dan los buenos días, para después pasar a llenarse los platos. Me irrita que Peeta lleve exactamente la misma ropa que yo; tengo que comentarle algo a
Cinna, porque este juego de los gemelos nos va a estallar en la cara
cuando empiece la competición; seguro que lo saben. Entonces recuerdo que Haymitch me dijo que hiciera todo lo que me ordenasen los estilistas. De haber sido otra persona y no Cinna, habría sentido la tentación de no hacerle caso, pero después del triunfo de anoche no tengo mucho que criticar.
El entrenamiento me pone nerviosa. Hay tres días para que todos los tributos practiquen juntos. La última tarde tendremos la oportunidad de actuar en privado delante de los Vigilantes de los juegos. La idea de encontrarme cara a cara con los demás tributos me revuelve las tripas; empiezo a darle vueltas al panecillo que acabo de coger de la cesta, pero se me ha quitado el apetito.
Después de comerse varios platos de estofado, Haymitch suspira, satisfecho, saca una petaca del bolsillo, le da un buen trago y apoya
los codos en la mesa.
--Bueno, vayamos al asunto: el entrenamiento. En primer lugar, si queréis, podéis entrenaros por separado. Decididlo ahora.
--¿Por qué íbamos a querer hacerlo por separado? --pregunto.
--Supón que tienes una habilidad secreta que no quieres que conozcan los demás.
--No tengo ninguna --dice Peeta, en respuesta a mi mirada--. Y ya sé cuál es la tuya, ¿no? Me he comido más de una de tus ardillas.
No se me había ocurrido que Peeta probase las ardillas que yo cazaba; siempre me había imaginado que el panadero las freía en secreto para comérselas él. No por glotonería, sino porque las familias de la ciudad suelen comer la carne de la carnicera, que es más cara: ternera, pollo y caballo.
--Puedes entrenarnos juntos --le digo a Haymitch. Peeta asiente.
--De acuerdo, pues dadme alguna idea de lo que sabéis hacer.
--Yo no sé hacer nada --responde Peeta--, a no ser que cuente el saber hacer pan.
--Lo siento, pero no cuenta. Katniss, ya sé que eres buena con el cuchillo.
--La verdad es que no, pero sé cazar. Con arco y flechas.
--¿Y se te da bien? --pregunta Haymitch. Tengo que pensármelo. Llevo cuatro años encargándome de poner comida en la mesa, lo que no es moco de pavo. No soy tan buena como mi padre, pero él tenía más práctica. Apunto mejor que Gale, pero yo tengo más práctica; él es un genio de las trampas.
--No se me da mal --respondo.
--Es excelente --dice Peeta--. Mi padre le compra las ardillas y siempre comenta que la flecha nunca agujerea el cuerpo, siempre le da en un ojo. Igual con los conejos que le vende a la carnicera, y hasta es capaz de cazar ciervos.
Esta evaluación de mis habilidades me pilla completamente desprevenida. En primer lugar, el hecho de que se haya dado cuenta, y, en segundo, que me esté halagando así.
--¿Qué haces? --le pregunto, suspicaz.
--¿Y qué haces tú? Si quieres que Haymitch te ayude, tiene que saber de lo que eres capaz. No te subestimes.
--¿Y tú qué? --pregunto, a la defensiva; por algún motivo, su comentario me sienta mal--. Te he visto en el mercado, puedes levantar sacos de harina de cuarenta y cinco kilos. Díselo. Sí que sabes hacer algo.
--Sí, y seguro que el estadio estará lleno de sacos de harina para
que se los lance a la gente. No es como que a uno se le dé bien manejar armas, ya lo sabes.
--Se le da bien la lucha libre --le digo a Haymitch--. Quedó el segundo en la competición del colegio del año pasado, por detrás de su hermano.
--¿Y de qué sirve eso? ¿Cuántas veces has visto matar a alguien así? --pregunta Peeta, disgustado.
--Siempre está el combate cuerpo a cuerpo. Sólo necesitas hacerte con un cuchillo y, al menos, tendrás una oportunidad. Si me atrapan, ¡estoy muerta!
Noto que empiezo a subir el tono.
--¡Pero no lo harán! Estarás viviendo en lo alto de un árbol, alimentándote de ardillas crudas y disparando flechas a la gente.
¿Sabes qué me dijo mi madre cuando vino a despedirse, como si quisiera darme ánimos? Me dijo que quizá el Distrito 12 tuviese por fin
un ganador este año. Entonces me di cuenta de que no se refería a
mí. ¡Se refería a ti! --estalla Peeta.
--Vamos, se refería a ti --digo, quitándole importancia con un gesto de la mano.
--Dijo: «Esa chica sí que es una superviviente». Esa chica.
Eso me detiene en seco. ¿De verdad le dijo su madre eso sobre mí? ¿Me valoraba más que a su hijo? Veo el dolor en los ojos de Peeta y sé que no me miente.
De repente, me encuentro detrás de la panadería, y siento la tripa vacía y el frío de la lluvia bajándome por la espalda; cuando vuelvo a hablar, parece que tengo once años:
--Pero sólo porque alguien me ayudó.
Los ojos de Peeta se clavan en el panecillo que tengo en la mano, y yo sé que también recuerda aquel día. Sin embargo, se encoge de hombros.
--La gente te ayudará en el estadio. Estarán deseando patrocinarte.
--Igual que a ti.
--No lo entiende --dice Peeta, dirigiéndose a Haymitch y poniendo los ojos en blanco--. No entiende el efecto que ejerce en los demás.
Acaricia los nudos de la madera de la mesa y se niega a mirarme.
¿Qué narices quiere decir? ¿Que la gente me ayuda? ¡Cuando me moría de hambre no me ayudó nadie! Nadie salvo él. Las cosas cambiaron una vez tuve algo con lo que comerciar; soy buena negociando..., ¿o no? ¿Qué efecto ejerzo en la gente? ¿Creen que soy débil y necesitada? ¿Está insinuando que consigo buenos tratos porque le doy pena a la gente? Intento analizar si es cierto. Quizás algunos de los comerciantes fuesen algo generosos en los trueques, pero siempre lo había atribuido a su larga relación con mi padre. Además, mis presas son de primera calidad. ¡No le doy pena a nadie!
Miro con rabia el panecillo, segura de que lo ha dicho para insultarme.
Al cabo de un minuto, Haymitch interviene.
--Bueno, de acuerdo. Bien, bien, bien. Katniss, no podemos garantizar que encuentres arcos y flechas en el estadio, pero, durante tu sesión privada con los Vigilantes, enséñales lo que sabes hacer. Hasta entonces, mantente lejos de los arcos. ¿Se te dan bien las trampas?
--Sé unas cuantas básicas --mascullo.
--Eso puede ser importante para la comida --dice Haymitch--. Y, Peeta, ella tiene razón: no subestimes el valor de la fuerza en el
campo de batalla. A menudo la fuerza física le da la ventaja definitiva a un jugador. En el Centro de Entrenamiento tendrán pesas, pero no les muestres a los demás tributos lo que eres capaz de levantar. El plan será igual para los dos: id a los entrenamientos en grupo; pasad algún tiempo aprendiendo algo que no sepáis; tirad lanzas, utilizad mazas o aprended a hacer buenos nudos. Sin embargo, guardaos lo que mejor se os dé para las sesiones privadas. ¿Está claro? --Peeta y yo asentimos--. Una última cosa. En público, quiero que estéis juntos en todo momento. --Los dos empezamos a protestar, y Haymitch golpea la mesa con la palma de la mano--. ¡En todo momento! ¡Fin de la discusión! ¡Acordasteis hacer lo que yo dijera! Estaréis juntos y seréis amables el uno con el otro. Ahora, salid de aquí. Reuníos con Effie en el ascensor a las diez para el entrenamiento.
Me muerdo el labio y vuelvo de mal humor a mi habitación, asegurándome de que Peeta pueda oír que cierro de un portazo. Me siento en la cama, odiando a Haymitch, odiando a Peeta, odiándome a mí misma por mencionar aquel día lejano bajo la lluvia.
¡Menuda broma! ¡Peeta y yo fingiendo ser amigos! Ensalzamos las habilidades del otro, insistimos en que no se subestime... Debe de ser una broma, porque en algún momento tendremos que abandonar la farsa y aceptar que somos adversarios a muerte. Estaría dispuesta a hacerlo ahora mismo, si no fuese por la estúpida orden de Haymitch, que nos obliga a permanecer juntos durante el entrenamiento. Supongo que es culpa mía por decirle que no tenía por qué entrenarnos por separado. Sin embargo, eso no quiere decir que quiera hacerlo todo con Peeta, quien, por cierto, está claro que tampoco quiere tenerme de compañera.
Oigo en mi cabeza la voz de Peeta: «No entiende el efecto que ejerce en los demás». Lo decía para menospreciarme, ¿no? Aunque una diminuta parte de mí se pregunta si no sería un piropo, si no querría decir que tengo algún tipo de atractivo. Es raro que me haya prestado tanta atención, como, por ejemplo, con lo de la caza. Y, al parecer, yo tampoco era tan ajena a él como creía: la harina, la lucha libre... Le he seguido la pista al chico del pan.
Son casi las diez. Me cepillo los dientes y me peino de nuevo. Los nervios por encontrarme con los demás tributos bloquean temporalmente el enfado, aunque ahora noto que aumenta mi ansiedad. Cuando me reúno con Effie y Peeta en el ascensor, noto que me estoy mordiendo las uñas y paro de inmediato.
Las salas de entrenamiento están bajo el nivel del suelo de
nuestro edificio. El trayecto en ascensor es de menos de un minuto, y después las puertas se abren para dejarnos ver un gimnasio lleno de armas y pistas de obstáculos. Todavía no son las diez, pero somos los últimos en llegar. Los otros tributos están reunidos en un círculo muy tenso, con un trozo de tela prendido a la camisa en el que se puede leer el número de su distrito. Mientras alguien me pone el número doce en la espalda, hago una evaluación rápida: Peeta y yo somos la única pareja que va vestida de la misma forma.
En cuanto nos unimos al círculo, la entrenadora jefe, una mujer alta y atlética llamada Atala, da un paso adelante y nos empieza a explicar el horario de entrenamiento. En cada puesto habrá un experto en la habilidad en cuestión, y nosotros podremos ir de una zona a otra como queramos, según las instrucciones de nuestros mentores. Algunos puestos enseñan tácticas de supervivencia y otros técnicas de lucha. Está prohibido realizar ejercicios de combate con otro tributo. Tenemos ayudantes a mano si queremos practicar con un compañero.
Cuando Atala empieza a leer la lista de habilidades, no puedo evitar fijarme en los demás chicos. Es la primera vez que estamos
reunidos en tierra firme y con ropa normal. Se me cae el alma a los
pies: casi todos los chicos, y al menos la mitad de las chicas, son más grandes que yo, aunque muchos han pasado hambre. Se les nota en los huesos, en la piel, en la mirada vacía. Puede que yo sea más bajita de nacimiento, pero, en general, el ingenio de mi familia me da una ventaja en el estadio. Me pongo derecha y sé que, aunque esté delgada, soy fuerte; la carne y las plantas del bosque, junto con el ejercicio necesario para conseguirlas, me han proporcionado un cuerpo más sano que los que veo a mi alrededor.
Las excepciones son los chicos de los distritos más ricos, los voluntarios, a los que alimentan y entrenan toda la vida para este momento. Los tributos del 1, 2 y 4 suelen tener ese aspecto. En teoría, va contra las reglas entrenar a los tributos antes de llegar al Capitolio, cosa que sucede todos los años. En el Distrito 12 los llamamos tributos profesionales o sólo profesionales, y casi siempre son los que ganan.
La ligera ventaja que tenía al entrar en el Centro de Entrenamiento, mi fogoso debut de anoche, parece desvanecerse ante mis competidores. Los otros tributos nos tenían celos, pero no porque fuésemos asombrosos, sino porque lo eran nuestros estilistas. Ahora no veo nada más que desprecio en las caras de los tributos profesionales. Cualquiera de ellos pesa de veinte a cuarenta kilos más
que yo, y proyectan arrogancia y brutalidad. Cuando Atala nos deja marchar, van directos a las armas de aspecto más mortífero del gimnasio y las manejan con soltura.
Estoy pensando que es una suerte que se me dé bien correr, cuando Peeta me da un codazo y yo pego un bote. Sigue a mi lado, como nos ha dicho Haymitch.
--¿Por dónde te gustaría empezar? --me pregunta, serio.
Echo un vistazo a los tributos profesionales, que presumen de su habilidad en un claro intento de intimidar a los demás. Después a los otros, los desnutridos y los incompetentes, que reciben sus primeras clases de cuchillo o hacha sin dejar de temblar.
--¿Y si atamos unos cuantos nudos?
--Buena idea --contesta Peeta.
Nos acercamos a un puesto vacío. El entrenador parece encantado de tener alumnos; da la impresión de que la clase de hacer nudos no está teniendo mucho éxito. Cuando ve que sé algo sobre trampas, nos enseña una sencilla y magnífica que dejaría a un competidor humano colgado de un árbol por la pierna. Nos concentramos en ella durante una hora hasta que los dos dominamos la técnica y pasamos al puesto de camuflaje. Peeta parece disfrutar de verdad con él y se dedica a mezclar lodo, arcilla y jugos de bayas sobre su pálida piel, y a trenzar disfraces con vides y hojas. El entrenador que dirige el puesto está entusiasmado con su trabajo.
--Yo hago los pasteles --me confiesa Peeta.
--¿Los pasteles? --pregunto, porque estaba ocupada observando al chico del Distrito 2, que acababa de atravesar el corazón de un muñeco con una lanza a trece metros de distancia--. ¿Qué pasteles?
--En casa. Los glaseados, para la panadería.
Se refiere a los que tienen en exposición en los escaparates de la tienda: pasteles elegantes con flores y cosas bonitas pintadas en el glaseado. Son para cumpleaños y Año Nuevo. Cuando estamos en la plaza, Prim siempre me arrastra hasta allí para admirarlos, aunque nunca hemos podido permitirnos uno. Sin embargo, en el Distrito 12 hay poca belleza, así que no puedo negarle ese gusto.
Empiezo a mirar con un ojo más crítico el diseño del brazo de Peeta: el dibujo, que alterna luz y sombras, recuerda a la luz del sol atravesando las hojas de los bosques. Me pregunto cómo lo sabe, porque dudo que haya cruzado alguna vez la alambrada. ¿Lo habrá sacado con tan sólo mirar el viejo y esquelético manzano que tiene en su patio? No sé por qué, pero todo esto (su habilidad, los pasteles
inaccesibles, las alabanzas del experto en camuflaje) me molesta.
--Es encantador, aunque no sé si podrás glasear a alguien hasta la muerte.
--No te lo creas tanto. Nunca se sabe qué te puedes encontrar en el campo de batalla. ¿Y si es una tarta gigante...? --empieza a decir Peeta.
--¿Y si seguimos? --lo interrumpo.
Los tres días siguientes nos dedicamos a visitar con mucha tranquilidad los puestos. Aprendemos algunas cosas útiles, desde hacer fuego hasta tirar cuchillos, pasando por fabricar refugios. A pesar de la orden de Haymitch de parecer mediocres, Peeta sobresale en el combate cuerpo a cuerpo y yo arraso sin despeinarme en la prueba de plantas comestibles. Eso sí, nos mantenemos bien lejos de los arcos y las pesas, porque queremos reservarlo para las sesiones privadas.
Los Vigilantes aparecen nada más comenzar el primer día. Son unos veinte hombres y mujeres vestidos con túnicas de color morado intenso. Se sientan en las gradas que rodean el gimnasio, a veces dan vueltas para observarnos y tomar notas, y otras veces comen del interminable banquete que han preparado para ellos, sin hacernos caso. Sin embargo, parecen no quitarnos los ojos de encima a los tributos del Distrito 12. A veces levanto la cabeza y veo a uno de ellos mirándome. También hablan con los entrenadores durante nuestras comidas y los vemos a todos reunidos cuando volvemos.
Tomamos el desayuno y la cena en nuestra planta, pero a mediodía comemos los veinticuatro en el comedor del gimnasio. Colocan la comida en carros alrededor de la sala y cada uno se sirve lo que quiere. Los tributos profesionales tienden a reunirse en torno a una mesa, haciendo mucho ruido, como si desearan demostrar su superioridad, que no tienen miedo de nadie y que a los demás nos consideran insignificantes. Casi todos los demás tributos se sientan solos, como ovejas perdidas. Nadie nos dice nada; Peeta y yo comemos juntos, y, como Haymitch no deja de insistir en ello, intentamos mantener una conversación amistosa durante las comidas.
No es fácil encontrar un tema: hablar de casa resulta doloroso; hablar del presente es insoportable. Un día Peeta vacía nuestra cesta del pan y comenta que han procurado incluir panes de todos los distritos, además del refinado pan del Capitolio. La barra con forma de pez y teñida de verde con algas es del Distrito 4; el rollo con forma de media luna y semillas, del Distrito 11. Por algún motivo, aunque estén
hechos de lo mismo, me parecen mucho más apetitosos que las feas galletas fritas que solemos tomar en casa.
--Y eso es todo --dice Peeta, volviendo a meter el pan en la cesta.
--Tú sí que sabes.
--Sólo de pan. Vale, ríete como si hubiese dicho algo gracioso.
--Los dos dejamos escapar una carcajada más o menos convincente y no hacemos caso de las miradas que nos dirigen los demás--. De acuerdo, seguiré sonriendo amablemente mientras hablas tú --dice Peeta.
La orden de Haymitch de que parezcamos amigos nos está desgastando a los dos, porque, desde que di el portazo, se ha
levantado una barrera entre nosotros. En fin, tenemos que obedecer.
--¿Te he contado ya que una vez me persiguió un oso?
--No, pero suena fascinante.
Intento poner cara de interés mientras recuerdo el suceso, una historia real, en la que reté como una idiota a un oso negro por el derecho a quedarme con una colmena. Peeta se ríe y me hace preguntas en el momento preciso; esto se le da mucho mejor que a mí.
El segundo día, mientras estamos intentando el tiro de lanza, me
susurra:
--Creo que tenemos una sombra.
Lanzo y veo que no se me da demasiado mal, siempre que no esté muy lejos; entonces localizo a la niña del Distrito 11 detrás de nosotros, observándonos. Es la de doce años, la que me recordaba tanto a Prim por su estatura. De cerca aparenta sólo diez; sus ojos son oscuros y brillantes, su piel es de un marrón sedoso y está ligeramente de puntillas, con los brazos extendidos junto a los costados, como si estuviese lista para salir volando ante cualquier sonido. Es imposible mirarla y no pensar en un pájaro.
Cojo otra lanza mientras Peeta tira.
--Creo que se llama Rue --me dice en voz baja.
Me muerdo el labio. Rue, la armaga, una pequeña flor amarilla que crece en la Pradera. Rue..., Prim... Ninguna pasa de los treinta kilos, ni empapadas de agua.
--¿Qué podemos hacer? --le pregunto, en un tono más duro de lo
que pretendo.
--Nada, sólo hablar.
Ahora que sé que está aquí, me resulta difícil no hacer caso de la niña. Se acerca con sigilo y se une a nosotros en distintos puestos;
como a mí, se le dan bien las plantas, trepa con habilidad y tiene buena puntería. Acierta siempre con la honda, aunque ¿de qué sirve una honda contra un chico de cien kilos con una espada?
De vuelta en la planta del Distrito 12, Haymitch y Effie nos acribillan a preguntas durante el desayuno y la cena sobre todo lo ocurrido a lo largo del día: qué hemos hecho, quién nos ha observado, cómo son los demás tributos. Cinna y Portia no están por aquí, así que no hay nadie que aporte algo de cordura a las comidas; tampoco es que Haymitch y Effie sigan peleándose, sino todo lo contrario: parecen haber hecho pina y estar decididos a prepararnos como sea. Están llenos de interminables instrucciones sobre qué deberíamos hacer y qué no durante los entrenamientos. Peeta tiene más paciencia; yo estoy harta y me vuelvo maleducada.
Cuando por fin escapo a la cama la segunda noche, Peeta masculla:
--Alguien debería darle una copa a Haymitch.
Dejo escapar un ruido que está a medio camino entre un bufido y una carcajada, pero después me contengo. Intentar saber cuándo somos supuestamente amigos y cuándo no me está volviendo loca. Al menos en el estadio estará claro lo que hay.
--No, no finjamos si no hay nadie delante.
--Vale, Katniss --responde él, con cansancio.
Después de eso sólo hablamos delante de los demás.
El tercer día de entrenamiento empiezan a llamarnos a la hora de la comida para nuestras sesiones privadas con los Vigilantes. Distrito a distrito, primero el chico y luego la chica. Como siempre, el Distrito 12 se queda para el final, así que esperamos en el comedor, sin saber bien qué hacer. Nadie regresa después de la sesión. Conforme se vacía la sala, la presión por parecer amigos se aligera y, cuando por fin llaman a Rue, nos quedamos solos. Permanecemos sentados, en silencio, hasta que llaman a Peeta y él se levanta.
--Recuerda lo que dijo Haymitch sobre tirar las pesas --dice mi boca sin pedirme permiso.
--Gracias, lo haré. Y tú... dispara bien.
Asiento con la cabeza; no sé por qué he dicho nada, aunque, si pierdo, me gustaría que Peeta ganase. Sería mejor para nuestro distrito, mejor para Prim y mi madre.
Después de quince minutos, me llaman. Me aliso el pelo, enderezo los hombros y entro en el gimnasio. Al instante, sé que tengo
problemas, porque los Vigilantes llevan demasiado tiempo aquí dentro
y ya han visto otras veintitrés demostraciones. Además, casi todos han bebido demasiado vino y quieren irse a casa de una vez.
No puedo hacer más que seguir con el plan: me dirijo al puesto de
tiro con arco. ¡Ah, las armas! ¡Llevo días deseando ponerles las manos encima! Arcos hechos de madera, plástico, metal y materiales que ni siquiera sé nombrar. Flechas con plumas cortadas en líneas perfectamente uniformes. Escojo un arco, lo tenso y me echo al hombro el carcaj de flechas a juego. Hay un campo de tiro que me parece demasiado limitado, dianas estándar y siluetas humanas. Me dirijo al centro del gimnasio y escojo el primer objetivo: el muñeco de las prácticas de cuchillo. Sin embargo, cuando empiezo a tirar de la flecha, sé que algo va mal: la cuerda está más tensa que la de los arcos de casa y la flecha es más rígida. Me quedo a cinco centímetros de darle al muñeco y pierdo la poca atención que me había ganado. Durante un instante me siento humillada, pero después vuelvo a la diana, y disparo una y otra vez hasta que me acostumbro a las armas nuevas.
De vuelta al centro del gimnasio, me pongo en la posición inicial y le doy al muñeco justo en el corazón. Después corto la cuerda que sostiene el saco de arena para boxear. Sin detenerme, ruedo por el suelo, me levanto apoyada en una rodilla y disparo una flecha a una de las luces colgantes del alto techo del gimnasio, provocando una lluvia de chispas.
Ha sido una exhibición excelente. Me vuelvo hacia los Vigilantes y veo que algunos me dan su aprobación, pero que la mayoría sigue
concentrada en un cerdo asado que acaba de llegar a la mesa.
De repente, me pongo furiosa, me quema la sangre el que, con mi vida en juego, ni siquiera tengan la decencia de prestarme atención, que me eclipse un cerdo muerto. Empieza a latirme el corazón muy deprisa, me arde la cara y, sin pensar, saco una flecha del carcaj y la envió directamente a la mesa de los Vigilantes. Oigo gritos de alarma y veo que la gente retrocede, pasmada; la flecha da en la manzana que tiene el cerdo en la boca y la clava en la pared que hay detrás. Todos me miran, incrédulos.
--Gracias por su tiempo --digo; después hago una breve reverencia y me dirijo a la salida sin esperar a que me den permiso.
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